Capítulo 6.4

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Lucía echó la cabeza hacia atrás. Las venas se marcaban en su cuello.

—¡Sí me acuerdo! —confesó, sollozando. El placer era tan intenso que estaba a punto de cruzar el límite del dolor. No había ni una fibra remota y secreta de su sexo que él no hubiese mimado para salirse con la suya—. M-me acuerdo...

—¿Y por qué no lo dijiste desde el principio? ¿Por qué coño me mentiste, Lucía?

Lucía apretó los muslos, como si tuviera la sospecha de que iba a abandonarla a modo de venganza y quisiera impedirlo. De alguna retorcida forma, la posibilidad de que él pudiese dejarla sin orgasmo le parecía tan morbosa como terrorífica.

—Porque... ah... Porque no quería que pasara esto. P-porque... Te odio.

Antes de pronunciar las dos palabras mágicas, la paralizó un espasmo familiar que volvía con más fuerza que nunca. Lucía se abrazó a un orgasmo acentuado por el morbo y la compañía. Este arrasó con toda su potencia hasta que solo quedó de él un rastro de cosquillas placenteras y una agradable sensación de plenitud.

Adrián la liberó de las esposas. Debería haber aprovechado ese momento para huir, antes de que llegaran las recriminaciones, pero estaba demasiado exhausta para moverse enseguida. Él se aprovechó de eso para arrinconarla con la sencilla pregunta, que, al final, podría ser la más difícil de responder.

—¿Por qué? ¿Por qué me odias?

Lucía se humedeció los labios resecos. La conciencia le regresó a tiempo para no decir nada de lo que se pudiera arrepentir.

—¿He... dicho eso?

—Alto y claro.

Se concentró en su expresión, buscando algo parecido al enfado o la ofensa, pero solo estaba confundido. Ella también lo estaba. Acababa de permitir que le regalara la clase de orgasmo que alineaba los chackras. A él. Y no podía justificarse en que andaba demasiado borracha, porque lo único anulado ahí habían sido sus escrúpulos, no su consentimiento ni su lucidez. Todo lo que Lucía era y sentía se encontraba en perfecto estado de revista.

Oh, y tampoco pensaba echarle la culpa a que estaba demasiado bueno para obviarlo. Ese tío y sus pectorales no valían lo mal que se lo hizo pasar.

Se lo quedó mirando casi sin pestañear. Un mechón cobrizo caía sobre su frente. Sus ojos brillaban como si su placer hubiera significado algo para él; como si él lo hubiera saboreado también. Mandíbula firme, cuello largo; un pecho prácticamente perfecto, donde la visión de dos pectorales esculpidos ganaban por mucho a la obligación de apartar la vista. Se le hacía la boca agua, y lo peor era que tal y como lo recordaba, y tal y como él se mostraba ahora... valía mucho más de lo que ella estaba dispuesta a admitir. Valía maldito oro.

Lucía se incorporó con torpeza. De pronto se sentía muy vulnerable.

—¿Puedes pedirme un taxi? —murmuró, con la vista clavada en las sábanas que había desbaratado—. Mi madre estará preocupada. Le dije que no volvería muy tarde de la fiesta, y no sé qué hora es...

Adrián no tuvo que decir en voz alta que lo ponía en un compromiso para que ella lo supiera. Quería que respondiera su pregunta, y que lo hiciese allí, y en ese momento. Pero como ya imaginaba, era demasiado correcto en según qué cosas para retenerla en su habitación. Lo vio asentir, tal vez demasiado desorientado para insistir una vez más. Sacó el móvil del interior del vaquero y pulsó unos cuantos números. Mientras, Lucía se volvía a poner el pantalón en condiciones. No iba a ser muy cómodo hacer el viaje hasta la caravana estando empapada, pero no iba a pedirle que le prestara la ducha. Quería irse largarse lo más rápido posible.

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