1. Mordiendo la punta del lápiz

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De chico tenía una amiga llamada Soledad. Ella me dijo su nombre aquella vez en la que estábamos en la terraza viendo las estrellas: Soledad. Lo escribí en el oscuro firmamento de los recuerdos fragmentados del destino.

Estaba en cuarto grado, a comienzos de 1998. En la escuela usábamos guardapolvo, un trozo blanco manchado de tinta que siempre a fin de año lo terminabas escribiendo con firmas o garabatos de tus compañeros de clase. Las aulas eran grandes y de edificios viejos de techos altos. La educación era pública y no tan mala. Ese año en especial, varios padres de compañeros habían perdido sus trabajos y estaban viendo qué hacer. El profesor escribía con la tiza amarilla sobre el pizarrón. Era clases de Ciencias Naturales y yo mordía un lápiz. Me encantaba masticar ese lápiz rojo más que nada en la unión grisácea del lápiz con la goma de borrar. Era mi placer culposo mientras esperaba que la maestra termine de escribir. Como yo soy de escribir veloz, prefería la adrenalina de comenzar a copiar ni bien terminaba. De esa manera, conseguía más tiempo para masticar y salivar el lápiz.

Todos en el aula escribiendo bajo el son de las ocho de la mañana. Pronto iba a llegar el desayuno. Los martes era mate cocido con un alfajor que se pegaba a tu paladar. El desayuno ideal para todo púber. Un compañero volvía del baño. Usaba anteojos y tenía un corte taza bien cortito. Vivía con alergias.

Puse mi lápiz sobre mi labio aparentando ser un bigote y usando a dichos labios a que lo sostengan.De pronto la puerta se abrió y apareció una niña de vestido de flores de color azul. Era un vestido que le llegaba hasta las rodillas. Su cabello también era largo y negro. Como todos tenían la cabeza gacha, escribiendo o haciendo vaya uno saber qué, y gracias a que abrió dicha puerta bien lentamente, pudo asomarse y observar sin ser vista, salvo por mí. Las cabezas y voluntades de mis compañeros estaban gachas.

La niña de vestido de flores echó una mirada rápida al aula y luego encajó sus ojos en los míos, ya que estaban ahí abiertos de asombro. ¿Quién era ella? Me miró por un largo rato con sus brillantes ojos marrones, riéndose con picardía. Luego me hizo un gesto con la mano para que salga. Cerró la puerta, pero no del todo.

Le pedí a la maestra de nombre Gloria que me permitiese ir al baño. Me dejó y salí del aula, pero a ella no la vi. Me acerqué al pasillo y a lo lejos, unas flores se alejaban. Eran las flores de su vestido que galopaban a la par de su cabello negro, dirigiéndose ambos a la entrada de madera de la biblioteca. La seguí y vi como agitada se apoyaba frente a la puerta de madera vieja.

-¿Qué hay acá atrás? – Me dijo su voz jadeante - ¿Algo interesante?

"¿interesante"? Los niños decían "copado" o "joya".

-La puerta está abierta.

-¿Cómo sabés eso?

Me dirigí hacia ella y agarré la manija.

-Es algo que sé.

Y abrí la puerta. El cuarto estaba oscuro así que prendí la luz que estaba a mi izquierda. Al prenderse los focos vi como la chica del vestido de flores se sorprendía al ver la biblioteca, que era un rectángulo con dos mesones enormes en el centro y estantes finos y viejos con libros o cajas con libros. El escritorio de la bibliotecaria está frente a la puerta. Cerré la puerta.

-¿Y esto?

-¿Qué pregunta es esa? Una biblioteca. No es la más linda ni la mejor, pero es lo que tengo a mano.

Ella se puso a recorrer. Deslumbrada miraba para todos lados. Había muchos libros por doquier y todos apilados haciendo polvo. Era el único que iba en los recreos y se ponía a leer. Unos ojos eran incapaces de desempolvar el gran desinterés.

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