11. Pensando en los detalles

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Luego de aquella salida a la plaza y de desaparecer varios días, Soledad me pidió visitar el colegio. Acepté con mucho gusto. La noche previa a verla, sentí una emoción intensa que golpeaba mi pecho como nunca antes. Me costó conciliar el sueño. Sus palabras de la otra vez me habían afectado. Pude haber aminorado un poco su tristeza, pero me paralicé. No supe bien que hacer. Desde que me dijo de venirme a visitar hasta que finalmente pude dormirme, me la pasé pensando en modos de hacerla sentir bien, que curiosamente me producían una intensidad mayor a la emoción que experimentaba siempre antes de verla. Puedo decir que en ese tiempo, solía respirar profundo y pensar en como las cosas se iban acomodando poco a poco para exhalar contento. No tuve una infancia fácil. Mucho drama alrededor mío. Siempre por mi cuenta, viviendo en muchos lados. Era el claro ejemplo de "niño no deseado". Se como se siente y a pesar de la Libertad en tus acciones, o sea, nadie espera mucho de vos y suele poco importar tus actitudes, no te sentís muy bien que digamos.

Para infiltrar a Soledad al colegio, la cosa era así: Primero tenía que llegar bastante tarde. Eso no era complicado, ya que mi padre me levantaba tardísimo casi todos los días. Hasta en ocasiones me hacía faltar porque prefería seguir durmiendo y no levantarse de la cama para ayudarme a preparar todo (esto era típico los viernes). La idea era llegar lo suficientemente tarde como para perderme del izado de la bandera. Claro que cada método simplifica una situación. Hubo ocasiones que entró con tanta facilidad como si fuese mi casa.

A ella me la encontraba en la verduleria, que a esa hora estaba cerrada. Ella se quedaba sentada frente a las rejas blancas mirando hacía mi dirección. La encontraba y nos íbamos caminando, casi en silencio. Nos mentalizábamos para cumplir perfectamente el plan. Ya en la entrada del colegio, abría lentamente la pesada puerta y me fijaba que no haya moros en la costa. Si no había nadie, entrábamos caminando rápido y nos dirigíamos a unas escaleras viejas de madera que ya no se usaban y que estaban adyacentes a la biblioteca. Ella se quedaba sentada allí. Subía dicha escalera y se sentaba en el primer escalón de arriba de todo. Nadie pasaba por ahí así que era seguro. Luego de dejarla ahí, me iba a mi aula, que quedaba a pasos nomas.

En cambio, si la puerta de la entrada estaba cerrada, la cosa se complicaba. Como ella no tenía guardapolvo, no podía entrar de una. Al estar cerrada la puerta tenía que tocar el timbre y esperar a que la vice directora se acercase para abrir o a lo sumo, esperar a que la auxiliar de limpieza esté realizando su labor cerca. Ninguna de las dos opciones me convenía. Lo que hacía era implementar el Plan B. En mi bolsillo derecho del guardapolvo dejaba un lápiz. Lo depositaba en el segundo escalón de la entrada; en total eran cuatro pequeños escalones. Tocar timbre era la señal que tenía Soledad para esconderse. En el Plan B, no importaba quien nos fuese abrir. Era indistinto. Me abrían y entraba como si nada, con una gran sonrisa. A mitad del trayecto hacía el aula, volvía sigilosamente y esperaba a encontrar el hall de entrada vacío. Era hora atareada para los adultos. Abría la puerta a la que no le ponían llave y la veía a ella sosteniendo mi birome. Esa era la coartada. Si me agarraban con la puerta abierta, agarraría rápidamente la birome y diría que fui a buscarla porque se me había caído al entrar. Pondría mi cara más inocente y listo. Por suerte nunca tuve que usar la coartada. Hacía pasar a Soledad como si nada. Ella decía que pensaba demasiado en los detalles. Quizás era verdad, pero era la forma en que hacía las cosas. Riéndonos en voz baja, me iba al aula y ella a su lugar en la escalera.

Cuando la vi sentada en el frente de la verduleria con su hermoso vestidito de flores, su negro cabello tocando suavemente sus hombros, sus brillantes ojos mirándome directamente al corazón, apoyando como era de costumbre, sus cachetes sobre las palmas de sus manos, el Sol me cegó por un instante en un repentino fulgor. Era un hermoso día de diciembre que gracias a mi encuentro con ella, se había vuelto aún más hermoso.

- ¿Ya se curó tu dedo?

Ella me pegó sin razón en el hombro.

- Al parecer, sí. - Le digo.

Le sonreí y nos fuimos serenamente caminando. Al llegar a la esquina ella me señaló un nuevo afiche publicitario. Nos gustaba mirar los nuevos y este lo era. Era de Paco Rabanne, del perfume "Invictus". Un sujeto medio musculoso de unos treinta años , tiene tatuajes en su brazo derecho y en el pecho. Está levantando una copa. Dicho perfume tenía forma de trofeo, copa que guarda una fragancia protegida por dos ángeles inspiradoras de campeones. En el fondo había nubes y el sujeto sostenía una leve sonrisa. Se hizo verde para nosotros y seguimos la caminata por la calle. ¿Quién diría que uno terminaría extrañando los afiches de papel?

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