Los señores Helstone y Sykes empezaron a mostrarse extraordinariamente
jocosos con el señor Moore y a felicitarlo cuando se reunió con ellos después
de despachar a la delegación; él estuvo tan callado, sin embargo, tras los
cumplidos sobre su firmeza, etcétera, y con un semblante tan parecido a un día
quieto y sombrío, sin sol y sin brisa, que el rector, después de observarlo
detenidamente, se abrochó las felicitaciones con la casaca y dijo a Sykes,
cuyos sentidos no eran lo bastante agudos para descubrir sin ayuda cuándo
sobraban su presencia y su conversación:
—Vamos, señor, nuestros caminos son en parte el mismo; ¿por qué no nos
hacemos compañía? Le daremos a Moore los buenos días y lo dejaremos con
los felices pensamientos a los que parece dispuesto a entregarse.
—¿Y dónde está Sugden? —inquirió Moore, alzando los ojos.
—¡Ah, ja! —exclamó Helstone—. No he estado del todo ocioso mientras
usted estaba ocupado. Me jacto, y no con imprudencia, de haberle ayudado un
poco. He pensado que era preferible no perder tiempo; de modo que mientras
usted parlamentaba con ese caballero de aspecto demacrado, Farren, creo que
se llama, he abierto esta ventana que da atrás, he llamado a gritos a
Murgatroyd, que estaba en el establo, para que trajera la calesa del señor Sykes
a la parte de atrás; luego he hecho salir a hurtadillas a Sugden y al hermano
Moses, con su pierna de madera y todo, por esta abertura, y los he visto
subirse a la calesa (siempre con el permiso de su buen amigo Sykes, por
supuesto). Sugden ha cogido las riendas; conduce como Jehú, y al cabo de otro
cuarto de hora Barraclough se hallará bajo custodia en la cárcel de Stilbro.
—Muy bien, gracias —dijo Moore—; buenos días, caballeros —añadió, y
de este cortés modo los condujo hasta la puerta y los acompañó fuera del
recinto de su fábrica.
Estuvo taciturno y serio durante el resto del día: ni siquiera intercambió la
característica sucesión de réplicas con Joe Scott, quien, por su parte, se limitó
a hablar con su amo lo imprescindible para el desarrollo del negocio, aunque
lo observó en más de una ocasión con el rabillo del ojo, entró a menudo en la
oficina de contabilidad para atizar el fuego de la chimenea, y en una ocasión,
mientras cerraba la fábrica al término de la jornada (en la fábrica se trabajaba
entonces pocas horas por culpa de la disminución de la clientela), comentó que
la tarde era magnífica y que «esperaba que el señor Moore se diera un pequeño
paseo por la hondonada; que le haría bien».
Ante esta recomendación, el señor Moore soltó una breve carcajada y,
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SHIRLEY
General FictionRobert Moore, «hombre importante, hombre de acción», dueño de una fábrica textil sacudida por los efectos económicos de las guerras napoleónicas y por el temor de los obreros a la revolución industrial, se debate entre el amor callado de su prima Ca...