CAPÍTULO IX . BRIARMAINS

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Los señores Helstone y Sykes empezaron a mostrarse extraordinariamente

jocosos con el señor Moore y a felicitarlo cuando se reunió con ellos después

de despachar a la delegación; él estuvo tan callado, sin embargo, tras los

cumplidos sobre su firmeza, etcétera, y con un semblante tan parecido a un día

quieto y sombrío, sin sol y sin brisa, que el rector, después de observarlo

detenidamente, se abrochó las felicitaciones con la casaca y dijo a Sykes,

cuyos sentidos no eran lo bastante agudos para descubrir sin ayuda cuándo

sobraban su presencia y su conversación:

—Vamos, señor, nuestros caminos son en parte el mismo; ¿por qué no nos

hacemos compañía? Le daremos a Moore los buenos días y lo dejaremos con

los felices pensamientos a los que parece dispuesto a entregarse.

—¿Y dónde está Sugden? —inquirió Moore, alzando los ojos.

—¡Ah, ja! —exclamó Helstone—. No he estado del todo ocioso mientras

usted estaba ocupado. Me jacto, y no con imprudencia, de haberle ayudado un

poco. He pensado que era preferible no perder tiempo; de modo que mientras

usted parlamentaba con ese caballero de aspecto demacrado, Farren, creo que

se llama, he abierto esta ventana que da atrás, he llamado a gritos a

Murgatroyd, que estaba en el establo, para que trajera la calesa del señor Sykes

a la parte de atrás; luego he hecho salir a hurtadillas a Sugden y al hermano

Moses, con su pierna de madera y todo, por esta abertura, y los he visto

subirse a la calesa (siempre con el permiso de su buen amigo Sykes, por

supuesto). Sugden ha cogido las riendas; conduce como Jehú, y al cabo de otro

cuarto de hora Barraclough se hallará bajo custodia en la cárcel de Stilbro.

—Muy bien, gracias —dijo Moore—; buenos días, caballeros —añadió, y

de este cortés modo los condujo hasta la puerta y los acompañó fuera del

recinto de su fábrica.

Estuvo taciturno y serio durante el resto del día: ni siquiera intercambió la

característica sucesión de réplicas con Joe Scott, quien, por su parte, se limitó

a hablar con su amo lo imprescindible para el desarrollo del negocio, aunque

lo observó en más de una ocasión con el rabillo del ojo, entró a menudo en la

oficina de contabilidad para atizar el fuego de la chimenea, y en una ocasión,

mientras cerraba la fábrica al término de la jornada (en la fábrica se trabajaba

entonces pocas horas por culpa de la disminución de la clientela), comentó que

la tarde era magnífica y que «esperaba que el señor Moore se diera un pequeño

paseo por la hondonada; que le haría bien».

Ante esta recomendación, el señor Moore soltó una breve carcajada y,

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