CAPÍTULO XXVII . LA PRIMERA MUJER SABIA

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El carácter de la señorita Keeldar no armonizaba con el de su tío, y de

hecho jamás había existido armonía entre ellos. Él era irritable y ella vivaz; él

era despótico y a ella le gustaba la libertad; él era materialista y ella, quizá,

romántica.

El señor Sympson no se hallaba en Yorkshire sin motivo; su misión era

clara y tenía intención de cumplirla concienzudamente: tenía el ferviente deseo

de casar a su sobrina, conseguir para ella una boda conveniente, entregarla al

cuidado de un marido adecuado y lavarse las manos para siempre.

Desgraciadamente, ya desde la infancia, Shirley y él habían discrepado

sobre el significado de las palabras «conveniente» y «adecuado». Ella jamás

había aceptado la definición de su tío, y era dudoso que, tratándose de dar el

paso más importante de su vida, consintiera en aceptarla.

Pronto se demostró.

El señor Wynne pidió formalmente la mano de Shirley para su hijo Samuel

Fawthrop Wynne.

—¡Decididamente adecuado! ¡Muy conveniente! —declaró el señor

Sympson—. Un buen patrimonio sin gravámenes; una fortuna sólida; buenas

relaciones. ¡Debe aceptarse!

Mandó llamar a su sobrina al gabinete de roble; se encerró allí con ella a

solas; le comunicó la propuesta; dio su opinión; exigió su consentimiento.

Le fue negado.

—No; no me casaré con Samuel Fawthrop Wynne.

—¿Puedo preguntar por qué? Quiero saber el motivo. Es más que digno de

usted en todos los aspectos.

Shirley estaba junto a la chimenea, tan pálida como el blanco mármol y la

cornisa que había detrás de ella; los ojos grandes, dilatados, hostiles, lanzaban

chispas.

—Y yo pregunto ¿en qué sentido ese joven es digno de mí?

—Tiene el doble de dinero que usted y el doble de sentido común; está tan

bien relacionado como usted y es igualmente respetable.

—Aunque tuviera cinco veces más dinero que yo, no haría promesa

solemne de amarlo.

—Le ruego que exponga sus objeciones.

—Ha llevado una vida abyecta de vulgar libertinaje. Acepte esto como la

principal razón de mi desprecio.

—¡Señorita Keeldar, me escandaliza usted!

—Su conducta basta para hundirlo en un abismo de inferioridad

inconmensurable. Su intelecto no está a la altura de ningún modelo que yo

pueda valorar: ése es el segundo escollo. Sus miras son estrechas, sus

sentimientos obtusos, sus gustos groseros y sus modales vulgares.

—Es un hombre respetable y rico. Rechazarlo es vanidad por su parte.

SHIRLEYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora