CAPÍTULO XI . FIELDHEAD

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Sin embargo, Caroline se negó a sucumbir dócilmente: tenía una fortaleza

natural en su corazón juvenil, y la aprovechó. Hombres y mujeres no luchan

jamás tanto como cuando luchan solos, sin testigos, consejeros o confidentes;

sin nadie que los aliente, los ayude o los compadezca.

La señorita Helstone se encontraba en esa situación. Sus sufrimientos eran

su único acicate y, siendo muy reales y agudos, agitaron su espíritu

profundamente. Empeñada en vencer un dolor mortal, hizo cuanto estuvo en

su mano por calmarlo. Jamás se la había visto tan ajetreada, tan estudiosa y,

por encima de todo, tan activa. Daba paseos hiciera buen o mal tiempo; paseos

largos en direcciones solitarias. Día tras día volvía por la tarde, pálida y con

aspecto cansado, pero sin haberse fatigado al parecer pues, en lugar de

descansar, en cuanto se quitaba chal y sombrero, empezaba a pasear de un lado

a otro de su habitación: algunas veces no se sentaba hasta hallarse literalmente

desfallecida. Decía hacerlo para caer rendida, para así poder dormir

profundamente por la noche. Pero si ése era su propósito, no lo conseguía,

pues por la noche, cuando los demás dormían, ella daba vueltas sobre la

almohada, o se sentaba a los pies de la cama en la oscuridad, olvidando

claramente la necesidad de procurarse reposo. A menudo, ¡infortunada

muchacha!, lloraba; lloraba con una especie de desesperación insoportable

que, cuando se adueñaba de ella, aplastaba su fortaleza y la reducía a un

desamparo infantil.

Cuando estaba así postrada, la asaltaban las tentaciones: débiles

sugerencias susurradas a su oído cansado de que escribiera a Robert y le dijera

que era desgraciada porque le habían prohibido verle a él y a Hortense, y que

temía que él le retirara su amistad (no su amor) y la olvidara por completo, y

para que le rogara que la recordara y le escribiera alguna vez. Llegó a redactar

una o dos cartas, pero no las envió: se lo impidieron la vergüenza y el sentido

común.

Por fin la vida que llevaba alcanzó un punto en el que parecía que no

podría resistirla más, que debía buscar algún cambio, o de lo contrario su

cabeza y su corazón se desplomarían bajo la presión que los agobiaba.

Anhelaba abandonar Briarfield, irse a algún remoto lugar. Anhelaba algo más:

el deseo profundo, secreto y acuciante de descubrir y conocer a su madre

cobraba fuerzas día a día, pero ese deseo llevaba emparejada una duda, un

temor: si la conocía, ¿podría amarla? Existían motivos de vacilación, de

aprensión sobre ese punto: jamás en toda su vida había oído ensalzar a su

SHIRLEYDonde viven las historias. Descúbrelo ahora