CAPÍTULO XXVIII . «PHOEBE»

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Seguramente Shirley pasó una agradable velada con sir Philip, pues a la

mañana siguiente bajó de muy buen humor.

—¿Quién quiere dar un paseo conmigo? —preguntó, después del desayuno

—, Isabella y Gertrude, ¿os apetece?

Tan extraña era semejante invitación por parte de la señorita Keeldar a sus

primas, que éstas vacilaron antes de aceptar. No obstante, habiéndoles

indicado su madre que aprobaba la idea, se pusieron el sombrero y el trío

partió.

A aquellas tres jóvenes no les agradaba demasiado estar juntas: a la

señorita Keeldar le gustaba la compañía de muy pocas señoras; de hecho, no

hallaba el placer de la cordialidad en nadie salvo en la señora Pryor y en

Caroline Helstone. Era cortés, amable y atenta incluso con sus primas; aun así,

solía tener muy poco que decirles. Aquella mañana en particular, su risueño

humor hizo que intentara incluso distraer a las señoritas Sympson. Sin

apartarse de su norma habitual de no tratar con ellas más que sobre temas

triviales, infundió en éstos un extraordinario interés: su chispa vital asomaba

en todas sus frases.

¿Por qué estaba tan alegre? La causa debía de estar en ella misma. El día

no era soleado, sino gris: un decadente y desapacible día otoñal; los senderos

que atravesaban los bosques pardos estaban húmedos, la atmósfera pesada, el

cielo encapotado, y, sin embargo, parecía que en el corazón de Shirley vivía

toda la luz y el azul celeste de Italia, del mismo modo que su fogosidad

centelleaba en los grises ojos ingleses.

Debido a ciertas instrucciones que tenía que dar a su mayoral, John,

Shirley se quedó atrás cuando ella y sus primas se acercaban a Fieldhead al

regresar del paseo; tal vez transcurrieran veinte minutos entre el momento en

que se separó de ellas y su entrada en la casa. En el ínterin, había hablado con

John y luego se había demorado en el sendero, junto a la verja. Entró cuando

la llamaron para comer; se excusó y subió sin sentarse a la mesa.

—¿No viene a comer Shirley? —preguntó Isabella—. Ha dicho que no

tenía hambre.

Una hora más tarde, dado que no había abandonado su habitación, una de

las primas fue allí en su busca. La encontró sentada al pie de la cama con la

cabeza apoyada en una mano: estaba muy pálida y pensativa, casi triste.

—¿Estás enferma? —le preguntó.

—Un poco indispuesta —contestó la señorita Keeldar.

Desde luego en dos horas había experimentado un gran cambio.

Este cambio, que sólo se había justificado con aquellas tres palabras, sin

explicarse de ningún otro modo; este cambio, fuera cual fuera su causa,

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