Seguramente Shirley pasó una agradable velada con sir Philip, pues a la
mañana siguiente bajó de muy buen humor.
—¿Quién quiere dar un paseo conmigo? —preguntó, después del desayuno
—, Isabella y Gertrude, ¿os apetece?
Tan extraña era semejante invitación por parte de la señorita Keeldar a sus
primas, que éstas vacilaron antes de aceptar. No obstante, habiéndoles
indicado su madre que aprobaba la idea, se pusieron el sombrero y el trío
partió.
A aquellas tres jóvenes no les agradaba demasiado estar juntas: a la
señorita Keeldar le gustaba la compañía de muy pocas señoras; de hecho, no
hallaba el placer de la cordialidad en nadie salvo en la señora Pryor y en
Caroline Helstone. Era cortés, amable y atenta incluso con sus primas; aun así,
solía tener muy poco que decirles. Aquella mañana en particular, su risueño
humor hizo que intentara incluso distraer a las señoritas Sympson. Sin
apartarse de su norma habitual de no tratar con ellas más que sobre temas
triviales, infundió en éstos un extraordinario interés: su chispa vital asomaba
en todas sus frases.
¿Por qué estaba tan alegre? La causa debía de estar en ella misma. El día
no era soleado, sino gris: un decadente y desapacible día otoñal; los senderos
que atravesaban los bosques pardos estaban húmedos, la atmósfera pesada, el
cielo encapotado, y, sin embargo, parecía que en el corazón de Shirley vivía
toda la luz y el azul celeste de Italia, del mismo modo que su fogosidad
centelleaba en los grises ojos ingleses.
Debido a ciertas instrucciones que tenía que dar a su mayoral, John,
Shirley se quedó atrás cuando ella y sus primas se acercaban a Fieldhead al
regresar del paseo; tal vez transcurrieran veinte minutos entre el momento en
que se separó de ellas y su entrada en la casa. En el ínterin, había hablado con
John y luego se había demorado en el sendero, junto a la verja. Entró cuando
la llamaron para comer; se excusó y subió sin sentarse a la mesa.
—¿No viene a comer Shirley? —preguntó Isabella—. Ha dicho que no
tenía hambre.
Una hora más tarde, dado que no había abandonado su habitación, una de
las primas fue allí en su busca. La encontró sentada al pie de la cama con la
cabeza apoyada en una mano: estaba muy pálida y pensativa, casi triste.
—¿Estás enferma? —le preguntó.
—Un poco indispuesta —contestó la señorita Keeldar.
Desde luego en dos horas había experimentado un gran cambio.
Este cambio, que sólo se había justificado con aquellas tres palabras, sin
explicarse de ningún otro modo; este cambio, fuera cual fuera su causa,
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SHIRLEY
General FictionRobert Moore, «hombre importante, hombre de acción», dueño de una fábrica textil sacudida por los efectos económicos de las guerras napoleónicas y por el temor de los obreros a la revolución industrial, se debate entre el amor callado de su prima Ca...