CAPÍTULO XXXVII . LA CONCLUSIÓN

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Sí, lector, ha llegado el momento de ajustar cuentas. Sólo queda por narrar

brevemente el destino final de algunos de los personajes a los que hemos

conocido en este relato, y luego tú y yo tendremos que estrecharnos la mano y

despedirnos por el momento.

Volvamos a nuestros muy amados coadjutores, a los que habíamos

descuidado tanto tiempo. ¡Acércate, humilde mérito! Veo que Malone

responde a la invocación con presteza: sabe reconocer su descripción cuando

la oye.

No, Peter Augustus, no tenemos nada que decirle; no puede ser. Es

imposible encomendarnos a la conmovedora historia de sus hazañas y

destinos. ¿No se da cuenta, Peter, de que un público entendido tiene sus

manías; de que la verdad sin adornos no sirve; de que los hechos desnudos

nadie los cree? ¿No sabe acaso que ahora se disfruta tan poco con el chillido

de un cerdo auténtico como en épocas pretéritas? Si relatara el desenlace de su

vida y milagros, el público se alejaría dando alaridos histéricos, y se elevarían

grandes voces pidiendo sales y plumas quemadas. «¡Imposible!», se declararía

aquí; «¡falso!», se respondería allá. «¡Nada artístico!», se decidiría

solemnemente. ¡Fíjese bien! Siempre que se presenta la verdad, llana y lisa,

acaba denunciándose como mentira: la repudian, la expulsan, la condenan al

ostracismo. Mientras que el producto de la imaginación, la pura ficción, se

adopta, se mima, se considera hermosa, adecuada, delicadamente natural; la

pequeña bastarda se lleva todos los dulces; la criatura sincera y legítima, las

bofetadas. Así es el mundo, Peter, y siendo usted un pilluelo legítimo, tosco,

sucio y pícaro, debe retirarse.

Deje su lugar al señor Sweeting.

Aquí llega, con su dama del brazo, la mujer más espléndida y pesada de

Yorkshire: la señora Sweeting; de soltera, la señorita Dora Sykes. Se casaron

bajo los mejores auspicios. Al señor Sweeting acababan de instalarlo en un

holgado beneficio eclesiástico y el señor Sykes estaba en situación de dar a

Dora una sustanciosa dote. Vivieron largos y felices años, amados por sus

feligreses y por un numeroso círculo de amigos.

¡Bien! Creo que le he dado una bonita capa de barniz.

Avance, señor Donne.

Este caballero se condujo de manera admirable; mucho mejor de lo que tú

y yo podríamos haber esperado, lector. También él se casó con una mujercita

sensata, callada y digna. El matrimonio fue obra de Donne, que se convirtió en

un marido ejemplar y en un párroco verdaderamente activo (como pastor se

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