Aclaración: en este capítulo se tocará un tema que podría ser sensible a algunas personas, por lo tanto pido discreción del lector. No tengo ninguna pretensión de adoctrinar o imponer opiniones, sin embargo me veo en el derecho de pedir respeto por parte de quien sea que esté leyendo, no solo por una cuestión de tolerancia ante quien piensa distinto, sino también por decoro a las historias reales que inspiraron los sucesos que a continuación van a leer. Agradezco la colaboración en este aspecto.
Todo lo vivido con Mely en las últimas horas me hizo recordar todo lo que pasó aquella noche en el departamento de Lupe. La diferencia acá es que Lupe casi no la pudo contar y, por arriesgarse, casi la terminaban llevando presa y a mí también.
Estaba cursando el segundo año de la carrera y comencé a juntarme bastante seguido con Lupe, una chica un año mayor que yo. Era muy amable y siempre me ofrecía pasar tiempo en su departamento de dos habitaciones, ya fuera para estudiar, hacer trabajos prácticos o simplemente compartir una comida casera, de esas que sabía preparar tan bien cada vez que me invitaba a pasar tiempo allí. Vivía sola, por lo que le hacía falta a veces la compañía y nos llevábamos muy bien. Tanto su familia como su novio estaban en otra ciudad a doscientos kilómetros de nuestro pueblo, por lo que casi que me convertí en su única familia en aquellos alrededores y me volví aún más cercana cuando entró en un momento de desesperación.
Habían pasado las vacaciones de invierno y recibí un mensaje suyo. "Volví, ¿nos podemos juntar?", decía. Me puse contenta y al instante le dije que sí. Sin embargo, me recibió con la cara hinchada y roja de tanto llorar, despeinada y con la voz entrecortada por los hipos del llanto. Sin decirme nada más, me dejó pasar y tras cerrar la puerta, me pasó cinco test de embarazo de distintas marcas que marcaban "positivo". No entendía por qué lloraba si un bebé era algo bueno, iba a tener una familia. Era el sueño de todo el mundo, hasta que comprendí que no todo el mundo lo quiere.
- No sé a quién más pedirle ayuda, no puedo tenerlo, lo sabés -dijo Lupe por fin y allí comprendí que estaba haciendo yo allí. Quería que la ayudara a interrumpir el embarazo.
Hasta aquel momento juzgaba secretamente a todas aquellas mujeres que decidían "deshacerse" de sus embarazos, sabiendo que había millones de personas que buscaban concebir y no podían. Sin embargo, vi la cara de Lupe, de desesperación, rota en llanto, completamente sobrepasada por la situación. "Yo no quiero" decía su mirada y al instante pensé que no iba a poder hacer nada para que cambiara la opinión y, a la vez, que la familia de Lupe en ese momento era yo. Nos quedamos en silencio unos segundos más hasta que dije:
- Acá no importa lo que pueda pensar, hacemos lo que vos decidas.
Me pidió una mitad de plata prestada para conseguir las pastillas y, de una forma que nunca supe, consiguió una orden para comprarlas en una farmacia. Un viernes a la noche avisé en casa que me quedaba en el departamento de Lupe, que íbamos a preparar un parcial importante. Mis padres no sospecharon nada.
Esa noche ayudé a Lupe a ingerir las pastillas de a poco. Le sostuve la mano mientras se retorcía de dolor y, más tarde, limpié toda la sangre que quedó accidentalmente sobre el piso de azulejo de su baño, sus sábanas y el edredón. Ojalá pudiera decir que sólo fue una noche, pero no fue así. Estuvo así tres días enteros, en los que no pude irme porque tenía miedo de que, si lo hacía, no iba a ver más a Lupe y me comprometí a que ella viviera. Tenía todo por delante y yo, más que nadie, sabía que tenía todo el derecho de seguir con vida.
El tercer día Lupe se espantó tanto por la cantidad de sangre que seguía expulsando que fuimos a una guardia. Las dos estábamos asustadas, porque no sabíamos qué decir, cómo presentar la situación o cómo explicar de una forma no ilegal que mi amiga estaba sangrando hace tres días. Mil cosas me pasaron por la cabeza, incluyendo a la policía deteniéndonos por lo que hicimos.
Por suerte, el enfermero que nos atendió fue vivo y nos derivó a un área de ginecología. Una mujer grande, pero astuta, nos sacó por la puerta de atrás y nos explicó que aquello que estaba sucediendo era completamente normal.
Al atardecer de ese día, tal como dijo la doctora, el sangrado comenzó a ser más leve hasta que por la madrugada se detuvo por completo.
No volví a discutir de ese tema con Lupe, quien me repetía constantemente que sabía en lo que se estaba metiendo y que no quería ser juzgada. Yo me quedaba en silencio, porque no sabía qué responderle. Cuando finalmente me marché a casa, ella me mandó un mensaje para darme las gracias y yo dije:
- No soy nadie para juzgarte... en estos días comprendí lo mucho que merecés vivir como vos querés.
Me dio un abrazo con los ojos llenos de lágrimas, me avisó que en cuanto pudiera me devolvía la parte de plata que puse para las pastillas y se quedó conmigo hasta que tomé el colectivo para volver a casa.
A la semana siguiente, volví a ver a Lupe en clases y nunca más discutimos del tema, ni siquiera cuando me devolvió el dinero. Sin embargo, a veces nos mirábamos. No como si compartiéramos un crudo secreto, sino como si compartiéramos una experiencia que, la verdad, considero de supervivencia.
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Enamorarse: a veces sale mal
RandomUna noche, Carla se sienta frente a su computadora y narra las historias de amor que pasó durante su adolescencia, con más errores que aciertos. Junto a sus anécdotas, se suman las historias de sus amigos y familiares.