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Esa mañana de lunes, al abrir los ojos, saboreé la importancia del día. Por la noche, cuando me fuera a la cama, sería la única propietaria de «La Gente feliz lee y toma café».

Tras volver de Irlanda, me hicieron falta varias semanas antes de decidirme a dar señales de vida a mis padres. No tenía ningunas ganas de discutir con ellos ni de aguantar sus comentarios sobre cómo estaba mi vida. Cuando finalmente los llamé, me invitaron a cenar en su casa y acepté.

Al llegar al piso familiar me sentí incómoda, como siempre que entraba. No conseguíamos comunicarnos con normalidad. Mi padre permanecía en silencio y mi madre y yo nos limitábamos a una charla banal, sin encontrar un tema de conversación. Al sentarnos a la mesa, mi padre se decidió por fin a dirigirme la palabra:

—¿Cómo va el negocio? —se burló.

Su tono y su mirada huidiza me pusieron a la defensiva.

—Voy enderezando el rumbo poco a poco. Espero que las cuentas cuadren de aquí a dos meses. Tengo algunas ideas nuevas para poner en marcha.

—No digas estupideces. No sabes nada de nada. Te lo llevamos diciendo desde que murió Moblit, era él quien lo hacía funcionar, además de su trabajo en el ministerio.

—¡Estoy aprendiendo, papá! ¡Quiero conseguirlo, y lo conseguiré!

—Eres incapaz de hacer nada, ha llegado el momento de que me haga cargo.

—¿Puedo saber cómo?

—Como dudo mucho que encuentres a un hombre capaz de hacerlo todo por ti, voy a contratar a un gerente, serio y eficaz. Si quieres seguir jugando a las camareras, no te lo impediré. Te mantendrá entretenida.

—Papá, creo que no entiendo...

—Pues a mí me parece que lo entiendes perfectamente, ¡se acabaron las niñerías!

—¡No tienes derecho!

Me levanté bruscamente, derribando la silla.

—¡La Gente es mi casa!

—¡No, es la nuestra!

Me moría de rabia por dentro, pero en el fondo sabía que mi padre tenía razón. Ellos eran los verdaderos propietarios de La Gente: habían sacado la chequera para mantenerme ocupada, animados y apoyados por Moblit.

—Puedes montar una escena si te divierte —prosiguió—. Te doy tres meses.

Me marché dando un portazo. En ese instante comprendí que había cambiado, que me había endurecido.

Antes me hubiese venido abajo, habría caído en una nueva depresión. Esta vez me sentía decidida, tenía un plan. Lo que ellos no sabían entonces es que ya lo había puesto en marcha.

Había enderezado el rumbo empezando por instalar wifi gratis en el café. Gracias a ello, había atraído a una clientela estudiantil; algunos se pasaban tardes enteras trabajando en la sala del fondo. Mantuve bajos los precios del café y de las cervezas, lo que me aseguraba su fidelidad. La mayoría había terminado acostumbrándose a comprarme los libros, sabiendo que estaba dispuesta a hacer todo lo posible para encontrar la biografía que salvaría su presentación.

La regularidad con los horarios de La Gente había funcionado; abría todos los días con puntualidad, contrariamente a la época en la que Mike estaba solo al mando. Eso me había permitido crear una atmósfera relajante. Nadie se encontraba la puerta cerrada.

Las tres horas punta de la jornada eran simples: por la mañana, para el café antes de empezar a trabajar; a mediodía, durante la pausa de la comida —con algunos bibliófilos que se olvidaban de comer para encontrar una nueva novela— y por la tarde, para el aperitivo a la salida de la oficina; en este último caso se trataba de copitas en la barra y, de vez en cuando, ventas de libros de bolsillo para veladas en solitario.

-Levihan- La vida vale la pena, ya verásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora