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Las dos semanas siguientes, Erwin pasó casi todos los días a visitarme. Algunas veces solo para saludar; otras, se detenía a tomar un café o una copa por la noche, al terminar su trabajo.

Nunca más me invitó a salir ni hizo ningún acercamiento físico.

Dejaba que me fuera acostumbrando a él sin resistencia, me iba domesticando, y con éxito: pasaba el día atenta a la calle, esperando febrilmente su llegada; cuando se marchaba me invadía la decepción y, por las noches, al acostarme, seguía pensando en él. Sin embargo, no conseguía dar el paso y abrir mi corazón. La idea del futuro me aterraba.

Erwin había pasado su hora de comer en La Gente y acababa de marcharse cuando Mike me atacó por sorpresa:

—¿A qué estás jugando?

—¿Cómo?

—Ya empieza a darme pena ese pobre chico. Lo estás cocinando a fuego lento mientras le miras con tus ojos de merluza. Me doy perfecta cuenta de que te pasas el día suspirando por él, que se te cae la baba cuando llega... ¿qué esperas para lanzarte a sus brazos?

—No sé...

—¿Es por culpa de Moblit? Pensé que ya lo habías superado.

—No, no es por Moblit. Para ser honesta contigo, pienso más en Erwin que en él.

—Buena señal.

—Sí..., pero...

—La amabilidad y la paciencia tienen sus límites. Ofrécele algo de esperanza, si no...

—Déjame en paz —le respondí, irritada por aquel aluvión de verdades.

Esa misma noche, Mike me lanzó una mirada cómplice cuando entró Erwin. Se acercó a mí, con una sonrisa tímida.

—¿Estás libre mañana por la noche?

—Eh..., sí...

—Es que... he invitado a algunos amigos, que insistían en que hiciese una fiesta de inauguración. Me gustaría que vinieras. Y claro, Mike, si te apetece, ven tú también.

—Allí estaremos —respondí sin dejar que Mike abriese la boca.

—Te dejo trabajar. ¡Hasta mañana entonces!

Saludó a Mike. Al cerrar la puerta tras de sí, me miró por el escaparate y le sonreí.

—¡Bah! ¡Pues no era tan complicado!

—No me vayas a poner en ridículo mañana —le dije.

Se retorció de risa.

Mientras tocábamos el timbre de casa de Erwin al día siguiente, me sentía feliz, nada estresada. Al contrario, impaciente por verle.

Había decidido relegar mis dudas y angustias a un segundo plano.

Cuando Erwin nos abrió la puerta, Mike, menos discreto que un elefante en una tienda de porcelana, entró dejándonos en el umbral, riendo como una adolescente.

—Se encargará de animar tu fiesta, ¿sabes? —le anuncié a Erwin.

—¡Que lo disfrute!

Nos miramos a los ojos.

—Gracias por haberme invitado esta noche, me siento muy feliz de estar contigo.

Y, sin pensarlo, le di un beso en la mejilla.

—¿Me presentas?

Erwin no necesitó hacer las presentaciones, todos sus amigos habían oído hablar de mí. Fingió cierta incomodidad y me guiñó un ojo. Su acogida me conmovió, porque hacían todo lo posible para que me sintiese una más.

-Levihan- La vida vale la pena, ya verásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora