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Al final de esa tarde soleada estaba fumando un cigarrillo apoyada en el escaparate, en la acera, cuando un cliente asomó la nariz. Le eché un vistazo y no me llamó la atención, Mike podría encargarse de él. Cuando volví dentro, me encontré a mi socio bostezando ostentosamente detrás del mostrador y al cliente desamparado frente a los libros y su imaginativa ordenación. Me acerqué a él.

—Buenas tardes, ¿puedo ayudarle?

Se volvió hacia mí, pero le costó arrancar. Esbocé una sonrisa vaga.

—Eh..., buenas tardes..., creo que he encontrado lo que buscaba —anunció tomando un libro al azar—. Pero...

—¿Sí?

—¿Sigue abierto el bar?

—¡Por supuesto!

—Tomaré una cerveza.

Se sentó junto a la barra, se me quedó mirando mientras servía su bebida y me dedicó una sonrisita a modo de agradecimiento. Comenzó a teclear en el teléfono. Yo le observaba discretamente. Aquel hombre irradiaba algo tranquilizador. Tenía encanto, pero no conseguía saber si me habría fijado en él de habérmelo cruzado por la calle. Mike carraspeó para bajarme de las nubes. Me molestó su media sonrisa.

—¿Puedes encargarte del cierre? Me esperan...

—Bien, pero no olvides que mañana viene el pedido, y no tengo ganas de romperme la espalda una vez más.

—¿A qué hora?

—A las nueve.

—Cuenta conmigo.

Agarró su chaqueta, me besó en la mejilla y se fue. Minutos más tarde, mi cliente recibió una llamada que pareció incomodarle.
Mientras conversaba, terminó su cerveza, se levantó y me interrogó con la mirada para pedir la cuenta. Pagó y pidió a su interlocutor que no colgara. Con la mano delante del micrófono, se dirigió a mí:

—Buenas noches..., ah, y bonito sitio.

—Gracias.

Me dio la espalda e hizo sonar la campanilla de la puerta según salía, lo que me hizo sonreír. Sacudí la cabeza y decidí cerrar un poco antes de la hora.

Como era de esperar, al día siguiente, cuando llegó el pedido, me encontré completamente sola. Llamé a Mike para descargar mi cólera. Saltó el buzón de voz a la primera: «¡Eres un cabrón, Mike! ¡Otra vez voy a tener que encargarme de todo sola!».

Supliqué al transportista que me ayudase a meter los paquetes en el café. En vano. Con el alma en el suelo, me quedé mirando cómo el camión se alejaba por la calle. Me remangué, y estaba cargando la primera caja —la más pequeña— cuando alguien me llamó:

—¡Espere! ¡Voy a ayudarla!

El cliente de la noche anterior no me dejó tiempo para reaccionar y tomó la caja.

—¿Qué hace usted aquí? —le pregunté.

—Vivo en el barrio. ¿Dónde lo dejo?

Lo conduje hasta el cuartito que servía de almacén mientras continuaba el interrogatorio:

—Nunca le había visto por aquí.

—Normal, me mudé hace tres semanas. Me había fijado en usted... desde el primer día, eh..., bueno, en su café..., en fin, hasta ayer no había tenido tiempo de venir a echar un vistazo. Y bien..., ¿meto el resto aquí también?

—No, déjelo. Me las arreglaré sola. No quiero entretenerle.

—¡Qué tontería! —me respondió antes de quitarse la chaqueta y tomar la siguiente caja.

-Levihan- La vida vale la pena, ya verásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora