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Al día siguiente, Murel decidió que yo debía tomar el aire. Después de comer, nos exigió a Jack y a mí que aprovechásemos su siesta para ir a dar un paseo. No le costó hacernos ver que estaba cansada, ya la había notado más demacrada al levantarse.

—Puedo ir a pasear sola —le propuse a Jack.

—¡Me echará de casa en cuanto me hayas dado la espalda! Y tengo ganas de estirar las piernas contigo.

Debía reconocer que estaba igual de contenta que él ante la idea de compartir un momento juntos. Se aseguró de que Murel estaba bien instalada para su sobremesa, con todo lo que necesitaba cerca, la besó en la frente y me hizo una señal para que le siguiese.

Para mi gran sorpresa, tomamos el coche. Jack condujo hasta la parte trasera de los cottages, donde aparcó. Quería que descubriese una pequeña parte de la Wild Atlantic Way, un camino que bordea toda la costa oeste irlandesa.

¡Y pensar que en casi un año no se me había ocurrido ir dos pasos más allá de mi casa!

—¡Toma esto!

Sacó una parka del maletero.

—¡Nos vamos a mojar! —me advirtió, con la sonrisa en los labios.

—Dos días sin lluvia: ¡era demasiado bonito para ser verdad!

Empezamos a caminar. Ni siquiera abría la boca de lo asombrada que estaba por la belleza de los paisajes y el contraste de colores.

Un año antes solo me había fijado en el verde, cuando toda la paleta del arcoíris estaba omnipresente: los rojos oscuros de la turbera tachonada de flores violetas, el negro aterrador de las montañas a lo lejos, el blanco de las ovejas, el azul profundo y frío del mar, el centelleo del sol sobre las olas.

Tomaba cada ráfaga de viento como un regalo. Incluso la lluvia, cuando llegó, me hizo sentir feliz. Me quité la capucha y continué caminando sin pensar en abrigarme. Ya no era la gallinita miedosa de antes. Jack, con las manos a la espalda, se había adaptado a mi paso; yo no tenía sus largas piernas.

No intentaba darme conversación, lo notaba simplemente a gusto, contento de estar allí conmigo. De vez en cuando algún coche nos saludaba con el claxon, y él respondía con un gesto de la mano y una gran sonrisa.

—Te quedarías con la boca abierta ayer —comentó, después de tres cuartos de hora de caminata.

—Eso es poco decir...

—Hacía mucho tiempo que no había regañado así a Levi, cuando se negó a prevenirte antes de que llegaras a principios de semana.

—¿Por qué lo hiciste?

—No quería que te tomase a traición. Tenía miedo de que te marcharas y de que Murel sufriese por ello.

Efectivamente, no habíamos estado lejos de la tragedia.

—A pesar de la pelea, persistió en esa tontería. ¡Es terco como una mula!

—¡Dime algo que no sepa! Pero te aseguro que todo va bien.

—Haga lo que haga, tú terminas siempre perdonándoselo —me dijo riendo.

Reí un poco menos que él. La conversación quedó ahí y dimos media vuelta.

Cuando por fin, una hora más tarde, pude apoyar mi trasero en el asiento del coche, intenté recordar si alguna vez en mi vida había caminado tanto; francamente, una caminata de dos horas no formaba parte de mis costumbres. Sin embargo, mis piernas habían resistido, me había sentido ligera, en una magnífica forma.

-Levihan- La vida vale la pena, ya verásDonde viven las historias. Descúbrelo ahora