IV

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Cuando abrí los ojos, nada había cambiado, salvo que el captura la bandera había llegado a su fin. Me levanté con desgana, primero apoyando los codos, luego sentándome y al final apoyándome en una de mis rodillas para terminar de alzar mi cuerpo. Caminé hacia el campamento arrastrando los pies, como si el miedo hubiera concentrado su peso en las plantas de mis zapatos. Al aparecer a la vista, uno de mis hermanos me hizo señas, agitando las manos por encima de su cabeza, y corrió hacia mí. Parecía inquieto.

—Will, te necesitamos en la enfermería. Un campista resultó herido y no me gusta para nada el estado de esa herida.

—¿Qué... campista? —pregunté, sintiendo náuseas. Aunque ya sabía la respuesta. La intuía con una claridad injusta.

—Nico di Angelo —respondió, confirmando mis sospechas—. Woah, no te ves para nada bien. ¿Quieres que nos encarguemos entre nosotros?

Iba a decir que sí. Iba a alejarme de la fuente de mi dolor, pensando que lo necesitaba ahora más que nunca. Me dije que quizá si retomaba la carga de mi misión después de descansar un poco no supondría ninguna diferencia grave en esta oportunidad y que si la perdía por hacerlo tampoco importaría, porque acababa de empezarla. Pero algo me detuvo. Esta vez las cosas fueron distintas sin mi intervención. Quizá significaba algo. Quizá estaba cerca.

—Estaré bien. Andando.

Mi repentino acceso de determinación flaqueaba a cada paso, pero conseguí llegar sin ponerme en evidencia. Para cuando abrí la cortina, me sentía temblar. Le dije a mi hermano que me dejara solo, intentando controlar los quiebres en mi voz. Por fortuna, lo hizo sin cuestionarme. Respiré hondo y me acerqué a Nico.

Estaba tendido en el camastro, con los ojos cerrados y un rictus adolorido. Le habían sacado la camiseta y habían mantas blancas manchadas de sangre en su costado, conteniendo una herida. Se me cerró la garganta; no pude evitar rememorar el día de su muerte. Apreté los ojos y fue peor, porque lo vi con mayor claridad, Nico en el suelo y yo sosteniéndolo mientras me miraba con desesperación, rogándome con sus ojos que no quería morir. Mi mano apretaba la suya, que cada vez se sentía más y más incorpórea, a la par que yo lloraba y le decía que todo estaría bien. Hasta que se dispersó en mis brazos. Las sombras no dejaron nada de él, nada más que el eco de su última palabra.

—¿Tú eres el médico? —preguntó débilmente, devolviéndome a la realidad—. Pareces de mi misma edad.

—Soy de tu misma edad —corroboré, mi voz sonó ronca—. Pero soy el médico también.

—Increíble —masculló y yo me coloqué a su costado para revisar su herida. Fruncí el ceño. Era más profunda de lo estipulado en las reglas de juego y de naturaleza brutal; como si hubiera sido hecha para causar daño real, incluso matar.

—¿Quién te hizo esto?

Desvió la mirada.

—Vi a un monstruo.

Me enderecé.

—¿En el bosque del campamento? Eso no puede ser...

—No. —Nico negó con la cabeza—. No un monstruo de la mitología. Un monstruo humano. Su figura era indudablemente humana. Pero sus ojos... esos eran los ojos de un monstruo. Quería atacar a un campista indefenso... —Se sonrojó un poco—. A ti. No sabía quién eras, pero no podía permitir aquello.

El hecho de que su herida hubiera sido mi culpa y que el cambio en los sucesos no hubiera sido nada natural, me llenó de ansiedad.

—Lo siento —farfullé, mientras me ponía manos a la obra con la herida.

Don't mess up with godsDonde viven las historias. Descúbrelo ahora