Cap 12

335 8 2
                                    

Le faltaban cuarenta metros para convertirse en puré de gato. 

En condiciones normales un felino ágil podía darse la vuelta y posarse grácilmente sobre sus patas, salvando el peligro con alguna magulladura y un esguince de tobillo. Pero ni él era un gato ágil ni las circunstancias eran normales. Una pradera de púas de acero le esperaban en el suelo, dispuestas a trincharle como si fuera un pollo. Katto sabía que la solución se encontraba en sus calzoncillos, pero estaba bloqueado. 

Le faltaban treinta metros para convertirse en puré de gato. 

Sus vidas y muertes previas, pasaron fugazmente delante de sus ojos. Había muerto escaldado en un estofado de pato, al que había caído borracho tras una juerga nocturna. Había muerto atropellado por un gigante cegato que montaba en triciclo encabezando el desfile de la fiesta nacional. Había muerto de puro empacho, después de comerse treinta y ocho latas de sardinas al plomo. Pero todas aquellas muertes habían sido distintas a la que estaba a punto de suceder. Hasta ahora nunca había sentido auténtico miedo, como mucho había tenido un ligero malestar, una sensación de nervios en la boca del estómago. Porque tenía la seguridad de que le quedaban más vidas por delante, más joyas que robar, más mujeres que conquistar, más tontos a los que timar. Pero ahora iba a morir de verdad y no podría celebrar su doscientos cumpleaños. 

La solución estaba en sus calzoncillos. 

Le faltaban veinte metros para convertirse en puré de gato. 

—¡Joder! Que me la voy a pegar.

A unos quince metros del suelo Katto logró reaccionar. Si moría aplastado como una tortilla, no sería sin haber intentado algo. Tenía una herramienta que podía serle de mucha ayuda. Katto tanteó varias veces en sus calzoncillos de seda hasta que halló el resorte que buscaba. Tiró de él y sus calzoncillos se hincharon y extendieron hasta convertirse en un pequeño paracaídas que ralentizó su caída. Pero los pinchos le esperaban en el suelo, inexorables. Aprovechando que descendía con más control el gato empujó con sus patas contra la pared. Consiguió desplazarse varios metros por el impulso, alejando su trayectoria de las púas de metal. 

Al tocar el suelo, los calzones se le echaron encima tapándole la visión. Se los quitó de en medio de un manotazo y contempló, esperanzado, el portón de salida. Apenas le separaban veinte metros de la libertad. Los gritos encolerizados del duque le llegaron desde el balcón, mezclados con los gemidos de la duquesa. 

—¡Maldito animal de bellota! ¡Muerto de hambre! ¡Marxista! 

—Cuchi cuchi, no te pongas así. Te va a dar un infarto. 

Katto no tenía tiempo de entretenerse con los problemas conyugales de la parejita de nobles. Se deshizo de los calzones como pudo y echó a correr hacia la salida. Era extraño pero se sentía torpe al desplazarse, poco estable, como si hubiera tomado una copa de más. Katto lo achacó al descenso en gayumbo-paracaídas y a la tensión acumulada. Poco importaba ahora, tenía a su alcance la libertad y las gatitas austriacas. 

Cuando estaba a pocos metros de alcanzar el portón, una patrulla de la guardia cabrona, le cortó el paso. 

—¡A por él, mis jinetes cabrones! —Gritó el duque desde la ventana— ¡Despellejad vivo a ese descamisado! Metedle una bayoneta allí donde el sol nunca alumbra. 

La guardia cabrona rodeó a Katto y comenzó a estrechar el cerco. El gato miró a todos lados desesperado. No había ningún hueco por el que huir y los jinetes eran mucho más rápidos que él. Era frustrante, había escapado a la caída y a los pinchos para acabar atrapado por cuatro cabras. Era imposible escapar de aquella situación. La luz de las farolas arrancaba destellos anaranjados de las armaduras de los soldados. Una idea acudió de pronto a su cabeza. Era un plan muy arriesgado, muchísimo, pero no tenía otra alternativa. A grandes males, grandes remedios. Aunque en este caso el remedio podía provocar un auténtico cataclismo. 

Katto rasgó la realidad, metió la garra en su despensa mágica y revolvió frenéticamente en su interior mientras las cabras y sus jinetes se acercaban. Estaba nervioso, lo que hacía más difícil su búsqueda. Cuando las cabras estaban a menos de dos metros encontró lo que buscaba: unas gafas de sol desgastadas y una zanahoria chuchurría con aspecto de haber sido cultivada el siglo pasado. Katto se puso las gafas de sol y blandió la hortaliza anaranjada como si fuera una espada, provocando una risotada en las filas de la guardia cabrona. 

—¡Qué miedo! Nos va a aplastar con ese arma mortal —dijo— ¿Vas a hundirme la zanahoria en el corazón? ¿O piensas envenenar a la cabra con ella? 

Katto le ignoró, concentrado en su tarea. Excavó un pequeño agujero en la tierra y enterró en él la zanahoria. Los jinetes de la guardia cabrona se partían de risa. 

—¡Cuidado! ¡Va a plantar un ejército de zanahorias mutantes! —Dijo con sorna un guardia. 

—¡Basta de tonterías! —Rugió el duque, que había bajado hasta el patio y se acercaba a grandes trancos—. ¡Acabad con ese okupa comunista! ¡Paga doble a quien me traiga sus canicas arrancadas de cuajo! 

La guardia cabrona avanzó con las espadas en alto. Katto alzó la pata trasera, apuntó sobre la zanahoria enterrada y orinó. A los pocos segundos un intenso fogonazo de luz anaranjada cegó a la concurrencia, exceptuando a Katto, que iba protegido por sus gafas de sol. La tierra bajo sus pies comenzó a temblar violentamente. El duque de Falsworth gritaba como un poseso mientras una espuma blanca salía de su boca. 

—¡Es una conspiración del eje del mal! ¡Comunistas, anárquicos, pulgosos y ocupas! ¡Todos se han unido para atacarnos! 

Las cabras se encabritaron, lanzando los jinetes cabrones en todas direcciones, como si hubieran instalado en el jardín un surtidor de gatos con cuernos. 

Katto, que sabía lo que iba a suceder, se agarró a una estatua y logró mantener el equilibrio. Cuando pasó la sacudida, el gato levantó la pata y volvió a orinar sobre la zanahoria. Otro fogonazo de luz naranja seguido de otro temblor, esta vez más fuerte, sacudió el suelo lanzando por los aires a jinetes y cabras por igual. El duque de Falsworth agitaba su espada fiambrera en el aire como si le estuviera dando un síncope. Golpeó a una estatua griega que se convirtió en un chorizo gigante. Dio un tajo al cuerno de una cabra, que pasó a ser en una barra de mozzarella. Le rozó la oreja a un pobre soldado, convirtiendo el apéndice auditivo en una raja de mortadela. Le cortó un sombrero a otro guardia, convirtiéndolo en un jamón serrano. Katto aprovechó la situación para escapar entre el mar de patas caprinas y aterrados soldados, esquivando con gracia un par de coces, varias cagadas de cabra y un surtido de embutidos variados. No era fácil, el suelo se alzaba y volvía a caer formando olas de tierra, como si estuvieran en un temporal en alta mar. 

—¡Te arrancaré la piel a tiras, perroflauta! —Rugió el duque— ¡Rojo de bote! ¡Te voy a cortar de cuajo ese salchichón que te cuelga del culo! Arrrrgghhhhhh. 

Katto alcanzó a trompicones la puerta del jardín y abandonó la mansión en el mismo instante en el que el ilustrísimo duque de Falsworth sufría un infarto y perdía su penúltima vida gatuna. 

Y así fue como se produjo el primer terremoto de la historia del reino de los cristales rotos. No lo provocó un gran mago con un hechizo destructivo, ni tampoco Lord Black con sus máquinas infernales. Fue a causa de los líos de faldas de un gato con pocos escrúpulos, que orinó sobre una zanahoria sísmica.

Niebla y El Señor de los Cristales Rotos vol 2Donde viven las historias. Descúbrelo ahora