El Legado Familiar (Parte V)

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El humano le imploró clemencia más de una vez durante faenas tortuosas, entre desmayos y huesos quebrados. Siendo su agonía creciente con cada hora, su ruego se tornó aciago, ronco. El final llegaría, se mostraba manso ante ese hecho, pero ignorar cuando descansaría bajo su lápida mortuoria era tan o más lacerante que el látigo de su torturador.

Ya no tenía ojos, solo podía olfatear la humedad de la catacumba, los orines y otros residuos nauseabundos.

La criatura se había apoltronado en un rincón después de engullir duraznos con avidez. La necesidad de roer lo obligó a levantarse. Le abrió la piel del vientre con las uñas. Un chorro de líquido carmesí empezó a brotar de la herida, el torturador apoyó su hocico, clavando sus dientes ratoniles y chuecos entre músculo y piel en el plan de sorber la sangre. Sintió necesidad de oír los gritos de la presa y aumentó la intensidad de su mordida, se relajó con las quejas, el instinto de supervivencia de aquel humano era increíble, hacia movimientos inútiles para liberarse de aquella máquina, Garrote Vil, un collar de hierro que se unía a un poste por medio de un tornillo que jalaba y ajustaba el cuello de la víctima, así, moría por dislocación de vértebras.

Corona metió uno de sus dedos para agrandar la herida, el olor de la sangre era único en cada presa, quería sentir la adrenalina de cruzar el túnel de carne, quería tener la experiencia de encontrarse en el centro de alguien antes de oírlo fenecer. Así escarbó hasta armar un agujero pero cuando jaló las tripas apresándolas con sus dientes, haciendo un charco de sangre, notó con desilusión que aquel, como sea que se llamara, ya estaba muerto.

Se sentó en el banquillo, se limpió frenéticamente la sangre de la cara con ambas manos y después subió las gradas sucias y resbalosas, cojeando. Tocó dos veces para que sus hombres le abrieran la puerta y la reja, la luz a penas se filtró.

***

Moro despabiló sudoroso y convulso. Irina farfulló y dio vuelta para continuar su descanso. Del otro extremo de la habitación dormían plácidamente Thiago, y Marcell, quienes se marcharían pronto para traer al más reconocido viajante del tiempo y estudioso de los adelantos de la humanidad: Boris Lilienthal.

Buscó a su amigo a tientas sobre el lado derecho de la cama, pero sólo encontró ausencia. Podría haber permanecido y procurar el sueño, Irina no roncaba ni pataleaba, además, el semblante de la joven curandera resultaba inusualmente sosegado y pacífico mientras dormía; sin embargo, optó por asomarse a la ventana.

La cellisca calaba en sus huesos aun sin tocarlos, iba arrastrada hacia el este, no existían presagios de un cese. El campo verdoso mutó a uno blanquecino y lánguido. Ni el frio, ni la humedad del césped impidieron el entrenamiento físico de Endrigo, adoptaba la disciplina como una particularidad propia, ejercitaba a pesar de la lluvia, el viento o la nieve.

Moro buscó si la envidia lograba conmocionarlo internamente, en paz descubrió que no tenía cabida en él. Resopló y su aliento se volvió en vaho, guardó sus manos en el poncho de lana para calentarlas.

Endrigo, cambió de posición lenta y fluidamente, se equilibró sobre el pie izquierdo, era su lado inestable. Advirtió la presencia de Moro; cabello rojo, mirada análoga al clima, aguada, inestable, difusa.

Los enterradores se acompañaban entre sí, su travesía a la inmortalidad era individual pero eran entrenados de dos en dos. Su mentor se los había advertido, nadie que se aferrara a lo negativo con vehemencia podía ser digno de llamarse Enterrador, aun así Moro poco o nada demoró en caer en la trampa frente a la oferta realizada por su propio maestro: Al envenenar a su compañero conseguiría el título que tanto ansiaba.

Las normas de lealtad eran claras, si un aprendiz de cualquier grado traicionaba a los suyos debía enfrentarse a sí mismo en "el limbo", otros le llamaban "el suelo" o "el punto muerto", para evitar la asociación con algún culto a deidades. Nadie sabía muy bien cómo, pero funcionaba bajo una especie de mecanismo automático, solo se abría en el suelo y se tragaba a la gente, se componía de trampas y tentaciones creadas por uno mismo, los que regresaban lo hacían estando un poco quebrados por dentro, los que permanecían atrapados, morían bajo tierra.

Los Cuatro AstutosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora