Renato permaneció boquiabierto ante el vikingo con barba por solo dos segundos, luego trató de zafarse de Lautaro. Pedro, el granjero, se había acercado a él y convencido para pasar un tiempo a solas. Tan caliente como Renato estaba después de ver el apretado trasero del vikingo al verlo caminar, una mamada sonaba jodidamente fantástico.
Desafortunadamente, Renato no anticipó que un tiempo a solas no sería tan a solas... y cuando vio a Lautaro, supo que estaba en problemas. Tan pronto como salieron del ascensor, Pedro guió a Renato alrededor de la esquina y luego un pasillo lateral. Se había sentido feliz de dirigirse hacia el rincón en sombras, esperando aliviar su dolor de bolas. Si planeaba imaginarse la cara del vikingo mientras se corría, bueno, solo lo sabría él. Entonces, Renato se fijó en las otras figuras en la oscuridad, Lautaro –el constructor– y el bombero, a quien no conocía. Intentó detenerse, pero Pierre le agarró su antebrazo y le llevó hacia adelante. Renato odiaba ser llevado de esa forma, pero el agarre del hombre era demasiado fuerte. Y ahora, aquí estaba el vikingo, actuando como su héroe personal. Renato no sabía quién era él o por qué estaba allí, pero esperaba sacar provecho de la situación. Esto era, si Lautaro liberaba su brazo.
—Soltame —insistió Renato, tirando su brazo.
Lautaro se burló.
—No vas a ir ninguna parte hasta que me chupes la pija. Pensé en mí pene empujándose por tu garganta cada vez que me lo ofreciste, perra.
Su cara se calentó por el rubor y Renato miró al vikingo a través de sus pestañas, preguntándose si el insulto habría llegado hasta el hombre. Sin embargo, en lugar de mandarlo a correr, pareció que aquello inflamó la ira del vikingo. Sus cejas oscuras se fruncieron y sus delgados labios se curvaron en una mueca.
—Esa no es forma de hablarle a una dama —espetó.
El vikingo ni siquiera había terminado de hablar cuando lanzó un golpe, un gancho derecho justo en la cara del granjero. Mientras el hombre caía, el vikingo se agachó y barriendo con su pierna, golpeó los pies del bombero. Lautaro respondió sacando un cuchillo y presionándolo en la garganta de Renato.
—Andate —espetó.
El corazón de Renato golpeaba en su pecho al sentir el frío acero presionando contra su garganta. El miedo se deslizó por sus venas. Había intentado salvar tantos pacientes con heridas de cuchillos, ya fueran auto infligidas o de otra manera. Con lo cerca que Lautaro sostenía la hoja de su arteria carótida, no tenía mucha esperanza de sobrevivir a un corte profundo. Todavía agachado, el vikingo alcanzó la pierna derecha bajo el pantalón. Sacó un pequeño revolver de una funda escondida. Enderezándose, el vikingo le apuntó con el arma a Lautaro.
–Te doy tres segundos para liberar a Marilyn y que te largues con tus amigos. De otra forma, empezaré a disparar.
—¿Vas a dispararnos acá en medio del estacionamiento, vikingo? —Pedro preguntó incrédulo, poniéndose de pie.
—S i p —replicó el vikingo, sonando mortalmente calmado. Cuando torció el cuerpo un poco, el falso chaleco de piel se movió, revelando una insignia pegada a su cinturón—. Soy un tipo con imaginación —dijo—. Estoy muy seguro que puedo salir con una buena historia de ustedes atacándonos cuando caminábamos hacia mi auto.
Los hombres se miraron unos a otros. Evidentemente tomaron una decisión rápida. Lautaro bajó el cuchillo del cuello de Renato y le liberó al mismo tiempo que le empujaba por la espalda.
Renato tropezó hacia adelante, luchando por recuperar el equilibrio con los tacones altos. Casi ausente, se fijó en que Pedro y el bombero –del cual nunca escuchó su nombre– pasaban corriendo a su lado. Lautaro se tomó un segundo extra para golpear con su codo el costado de Renato cuando pasó.
