Capítulo 3

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Lavada, recién planchada y en perfecto estado, tal y como se la había prestado, Amelia guardó la blusa de Luisita en una bolsa de papel de esas con logotipos comerciales mientras pensaba en el poder de los pequeños —o quizás no tan pequeños— gestos para cambiar el destino de las personas. Había sido un gesto muy generoso, aunque también arriesgado, alocado, impulsivo, atrevido, incluso descarado, encantador.

Abrió la pesada puerta del portal y salió a la calle. Era media tarde, pero el sol todavía no se había rendido. Alzó el rostro hacia el cielo, respiró hondo y dejó salir el aire en un suspiro, como si, en lugar de la tibieza de los rayos de sol sobre su piel, hubiese sentido el calor de la caricia de una persona amada. Todavía estaba en una nube, entre eufórica y asustada, no podía evitarlo.

La rubia le había dicho que la manera de poder devolverle la camisa era el lugar donde había comprado el café, es decir, El Asturiano, una cafetería que estaba en plena Plaza de los Frutos y donde solían desayunar Ana, Jesús y ella cuando coincidían en un día libre. Pero lo extraño, pensó de camino, era que aquella chica no le sonaba de allí. La recordaría si hubiese hablado con ella, si le hubiera puesto un café. Eso lo tenía claro, igual que el hecho de haberla visto en algún sitio, pero con las emociones del día anterior y la pequeña celebración con sus amigos, su mente no lograba terminar de ubicarla en una situación concreta.

—¡Buenas tardes, Pelayo! —saludó al hombre mayor que, tras la barra, parecía mantener una ardua batalla contra el router.

—Bueno, bueno, ¿y esta inesperada visita? —le respondió en un tono galante, suavizado con un cierto toque jovialidad, y pareció olvidarse del aparato que procuraba señal WiFi al local.

—Mire qué le digo, a estas horas casi tendría que estar durmiendo ya, que mañana toca madrugón y no sabe cómo me cuesta levantarme.

—Un buen café cargado y a tirar de juventud, ¡que no se diga!

—Pues sí, ¡qué remedio! —Amelia se encogió de hombros, resignada—. Oiga, Pelayo, ¿no conocerá usted a una chica, así, rubia, con el pelo largo, más o menos de mi edad, muy simpática...?

—Si no me das más datos... —el hombre la miró por encima de las gafas, eran progresivas pero todavía no se había hecho con ellas y le podía la vieja costumbre de las antiguas.

Amelia puso la bolsa sobre la barra y comenzó a contarle una versión resumida y a grandes rasgos de lo que le había sucedido la mañana anterior, desde el cuasi atropello hasta la parte en que le decía que El Asturiano era donde tenía que devolver la blusa.

—No me digas más —la sonrisa de orgullo de Pelayo lo delataba—, esa muchacha es mi nieta.

—¿Sí? Pues, fíjese, que... —Amelia se interrumpió ante el griterío repentino y volvió la cara hacia la puerta.

Un grupo de hombres de distintas edades, ataviados con bufandas madridistas, entraba por la puerta. Aquella noche había partido de Champions, a Amelia se le había pasado por completo.

—Perdóname, hija, tengo que atender a estos vándalos antes de que me desmantelen el chiringuito —se excusó Pelayo—. Pero puedes dejarme lo que quieras aquí —señaló la bolsa—, que luego se lo doy.

Amelia asintió y lo vio marcharse hacia las mesas donde se habían sentado los futboleros. Dudó durante unos segundos, le parecía demasiado frío dejarle allí la bolsa, sin más, después de cómo la había ayudado. Pero tampoco podía hacer mucho más.

Se aupó en la barra y tomó prestados un bolígrafo y una libreta de comandas, que tenía Pelayo al otro lado, para dejarle una nota de agradecimiento. Qué menos, pensó y comenzó a escribir. Pero en aquel momento cayó en la cuenta de que ni siquiera sabía su nombre.

Muchas gracias por todo, chica rubia, salvadora de atropelladas en apuros.

Encontrarme contigo fue una suerte, ya nadie se para a ayudar a los desconocidos.

Espero que nuestros caminos se vuelvan a cruzar, más pronto que tarde, y podértelo agradecer en persona.

Amelia

Se le ocurrió que quizás podría dejarle su número de teléfono, pero tampoco quería que se sintiese comprometida a nada, bastante había hecho ya por ella. Además, siendo la nieta de Pelayo, era probable que se la volviese a encontrar en algún momento, ahora que no iba a pasarse tantas horas encerrada en el hotel. No pudo evitar una mueca compungida al pensar en la poca vida que había podido hacer aquel barrio. Desde que había llegado de Zaragoza, había ido dando tumbos de un sitio a otro, de un trabajo esclavo a otro más esclavo todavía y todo por un sueldo que no le permitía mantenerse, y lo que sacaba en el Metro era anecdótico. De hecho, si no fuese porque su madre desviaba una cierta cantidad de dinero a su cuenta mensualmente, siempre a escondidas de su padre, no tendría ni para comer. Fue una "suerte" encontrar aquel puesto de camarera de piso y todo porque un buen amigo del colegio tenía un tío en Madrid que era proveedor de varios negocios de hostelería y, entre ellos, estaba el hotel La Estrella donde casualmente estaban buscando un par de chicas para cubrir dos puestos. La oferta nunca llegó a publicarse en ningún sitio, no les hacía falta, tal era la necesidad de la gente. La otra elegida fue Ana y su historia era bastante similar.

Pero, a partir de entonces, todo iba a cambiar.

Amelia sonrió para sí y se despidió de Pelayo, que no daba abasto con las peticiones del grupo de futboleros. Salió a la calle de nuevo y, en medio de la plaza, se detuvo a contemplar con una mirada diferente todo lo que la rodeaba. No era su casa y echaba terriblemente de menos a sus amigos y a su familia, a pesar de los pesares, pero aquel barrio tenía algo. Podía sentir que todavía le aguardaban muchas cosas allí.

Empezó a sonarle el móvil en el bolso y, con manos apresuradas, lo sacó para ver quién era. Un número largo, estaba esperando esa llamada. Respiró hondo para intentar deshacer el nudo de incertidumbre que de pronto se le había formado en la boca del estómago y contestó. Total, no podían ser malas noticias.

—¿Hola? Sí, soy yo. —Escuchó durante unos segundos—. Disculpe, pero Maribel me dijo ayer... —Se llevó una mano a la frente, agachó la cabeza y volvió a quedarse callada para oír lo que tenía que decir su interlocutor—. Ya... el señor Rojas, claro. Sí, sí, lo entiendo. Quizás en otra ocasión, sí. Claro, adiós.

Colgó y dejó caer la mano a plomo sobre el asiento del banco. No sabía cómo había llegado hasta allí, pero lo más probable era que, al fallarle las rodillas, por instinto su cuerpo hubiera buscado un lugar seguro antes de caerse al suelo. También notó cómo se le resbalaban un par de lágrimas traicioneras y se dio cuenta de que llevaba un rato viendo borroso. Quizás, se dijo a sí misma en un pensamiento autocompasivo, en realidad llevaba viendo mal toda la vida y su padre tenía razón, su padre y todos aquellos que la censuraban por amar lo que amaba y querer entregarse a ello por completo.

No, no podía dejarse arrastrar. No iba a rendirse. Se secó la cara, sacó un pañuelo de papel del bolso y se limpió la nariz. Nadie le iba a decir qué podía hacer ni, mucho menos, qué podía sentir. La pasión mueve el mundo y en su vida había una muy grande.

Se levantó, dispuesta a marcharse, pero a casa, no. A casa, no. Se le había hecho de noche sin ser consciente. A casa, no, al menos sola, no. Era un día entre semana, el barrio estaba desierto, lo más seguro es que todo el mundo estuviera enganchado a la televisión, pendiente del partido. A casa, no, necesitaba algo más y sabía dónde podría encontrarlo.

Tras caminar un par de calles, se detuvo ante dos puertas, altas y de madera maciza. Nada como la intención de preservar la intimidad para despertar el deseo por conocer. Un letrero sobrio y elegante advertía, más que anunciar, del lugar al que se estaba por entrar. Amelia lo observó durante unos segundos, valorando la posibilidad de darse media vuelta y regresar a su casa. Al fin y al cabo, como le había dicho a Pelayo, a esas horas debería llevar ya un rato durmiendo porque al día siguiente le tocaba trabajar desde temprano. Pero, justo en ese momento, una de las puertas se abrió y salieron dos personas, él le ofreció la mano y la mujer se la agarró antes de acercarse y darle un beso en los labios. Amelia apartó la mirada, no quería ser indiscreta, pero antes de que llegase a cerrarse la puerta tras ellos, entró al local.

El famoso Kings.

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