Capítulo 20

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La primera, sobre la estantería central que hacía las veces de librería y perchero, a media altura o ¿quizás fuese demasiado bajo para ver bien las caras de la gente?, se preguntó María con una de las pequeñas cámaras en la mano en medio de su despacho en el Kings. Lo pensó mejor y fue a buscar una escalera donde subirse y poder alcanzar con comodidad la siguiente balda.

—¿Hola? ¿María? —preguntó Amelia desde la puerta al no ver a nadie dentro.

—¡Hola! Estoy aquí arriba, pasa, pasa.

La morena anduvo hasta encontrarla detrás del mueble y se la quedó mirando algo extrañada, hasta que vio lo que se traía la actriz entre manos, seguía con el asunto de las cámaras. Amelia fue capaz de reprimir una sonrisa, no era cuestión de reírse con algo que sabía que a la otra le estaba suponiendo un quebradero de cabeza, pero su ceja rebelde salió disparada hacia arriba en señal de diversión.

—¡No te puedes imaginar lo bien que me viene que estés aquí! —le dijo una María voluntariosa—. Asómate a mi portátil y dime qué se ve, anda.

—Voy —dijo Amelia y en dos zancadas llegó al escritorio—. Pues... Se ve toda esta zona, la mesa, el sillón... Espera, verás, pilla desde... —caminó hacia la derecha y marcó una línea imaginaria sobre la pared— aquí, y luego hasta... —anduvo esta vez hacia la izquierda y repitió el gesto— aquí.

—Caramba, sí que cubre, sí —reconoció María satisfecha—. Bueno, pues, vamos con la otra. ¿Me la acercas, por favor?

La morena le alcanzó la segunda cámara que estaba sobre el escritorio y, tras trastear unos segundos con ella, María la colocó enfocando al otro lado, hacia la entrada del despacho.

—¿Puedes volver a ser mis ojos? —le pidió con las manos suplicantes y carita de buena.

—Claro que sí. A ver... —Amelia se asomó otra vez al ordenador—. Se ve desde el espejo del tocador de la derecha hasta un trocito del sofá, unos treinta centímetros.

—¡Bien! —La actriz dio una palmada y empezó a bajarse de la escalera—. La conexión aquí funciona, ahora tengo que comprobar si puedo verlo desde mi casa a través de la red. Así que esta noche, a hacer experimentos... —Llamaron a la puerta—. Adelante.

—Buenas —saludó Ignacio, se acercó a darle dos besos a Amelia y luego besó a su mujer en los labios—. Venía a traerte la bufanda, que te la has dejado en el coche, y a invitarte a comer en un rato, lo que tarde en entregar estos papeles en el juzgado, que hoy es el último día, y volver.

—¡Ay! Pero si es que eres un amor. —María le tomó la cara con ambas manos y le dio un beso rápido en la boca—. ¿Tú te crees, Amelia? ¿Y cómo le digo ahora que no?

—No se lo digas, mujer —respondió esta con una sonrisa, enternecida por la escena.

—Hazle caso, María, que esta chica entiende —le dijo su marido, todo inocencia, y la sonrisa de la morena se tensó un milímetro—. ¿Me esperas aquí en... media hora?

El móvil de Ignacio empezó a sonar y, al ver en la pantalla que era del bufete, hizo un gesto para excusarse y responder.

—Dime. —Estuvo escuchando durante unos segundos, cada vez más serio—. ¿Dónde? Sí, voy para allá.

—Me da que me he quedado sin comer —dijo la actriz resignada.

—Si sólo fuera eso. —Ignacio la miró y, en tono profesional, añadió—: María, han llamado de la comisaría que tu hermana está detenida.

—¡Virgen Santísima! —Se llevó una mano a la cabeza—. Pero ¿se puede saber qué ha hecho esta niña ahora? No me digas que ha sido por otra de sus dichosas manifestaciones.

ContigoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora