Capítulo 30

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Maravilloso, el olor a café ya frío hecho la noche anterior, las migas de las tostadas requemadas pringosas de mantequilla y mermelada que sus hermanos habían dejado por el mantel y se le estaban clavando en los antebrazos, el último culín de leche del cartón, afuera una niebla que no dejaba ver más allá de dos palmos... Luisita suspiró y sintió que el día no podía ser mejor. Removió lentamente la leche con la cuchara y, con la mirada perdida, recordó la noche anterior. El peso del cuerpo de Amelia sobre el suyo en el sofá del Kings, la humedad de sus besos, el calor de sus manos. Una punzada de deseo se clavó en su vientre y no pudo evitar morderse el labio inferior.

—Luisita, ¿me has oído? —Su madre le hablaba mientras terminaba de ponerse el abrigo.

—¿Eh? —La miró con las mejillas encendidas y, al verla allí parada, inexplicablemente una ola de felicidad volvió a invadirla. Sonrió—. Dime, mamá.

—"¿Dime, mamá?" ¿Se puede saber qué te pasa?

—Nada—suspiró soñadora—, que la vida es... magia.

—Magia. —Manolita la observó seria, con atención, aquel comportamiento en su hija era muy sospechoso, ya la había visto antes con una actitud similar y no fue por nada bueno—. Ya... No habrás vuelto a tomar setas de esas, ¿no?

—¿Qué? —Luisi rió, a su mente regresó el recuerdo de aquella vez en que un compañero le dio a probar en su casa, mientras hacían un trabajo para clase, un supuesto producto de herbolario sustitutivo de la carne y resultaron ser hongos alucinógenos—. No he tomado nada, te lo prometo. Solo me siento... feliz, creo.

—Ya, pues... Mucho cuidado, no quiero que entre nada de eso en casa con tus hermanos tan pequeños.

—No te preocupes... —No había manera humana de quitarle la sonrisa idiota de la cara.

—Bueno —dijo Manolita, no muy conforme, y se miró la muñeca para comprobar la hora, todavía usaba un reloj analógico de manillas que Marce le había regalado por su cumpleaños con un grabado en la parte posterior de la caja "con cada segundo soy más tuyo"—, me voy que ya son las doce, ¡todavía llego tarde!, y Domingo está insoportable.

Luisita se limpió los labios con una servilleta, se levantó de la mesa y, con unas zancadas saltarinas, se acercó a su madre para darle un abrazo y llenarle la cara de besos. ¿Podía tener una madre más maravillosa?, se preguntó henchida de amor. La vio marcharse y, cuando se cerró la puerta, en lugar de regresar a su silla para terminar de desayunar, se fue a su habitación en busca del móvil. La noche anterior había llegado sin batería, leer y escuchar una y otra vez los mensajes que le reenvió Benigna, enseñarle a Amelia el proceso que había vivido para aceptar sus sentimientos y reunir el valor de entregarse a ellos plasmado en el perfil de @Ldesorientada, la proyección de la luna y las estrellas sobre el escenario del Kings... había sido demasiado y había terminado apagándose. Después, cuando llegó a casa, ni siquiera pensó en ponerlo a cargar, si no podía recibir mensajes de ella, no le importaba nada lo que los demás tuvieran que decirle. Sin embargo, razonó, no podía estar incomunicada. Si María la necesitaba, podría llamarla al fijo de casa, pero el resto no tenía el teléfono de casa de sus padres, esos datos ya no los tenía nadie, salvo los comerciales que llamaban a sabotearle la siesta de media tarde a su abuelo cuando alguno de sus padres bajaba a cubrirle en El Asturiano.

Así que sacó el móvil del bolso y lo enchufó al cargador que tenía junto a la mesilla de noche. Esperó unos segundos y la pantalla se iluminó con el logotipo de la marca, luego le pidió el pin y la clave numérica para desbloquearlo. Imaginaba que le iban a aparecer varios avisos de mensajes entrantes, quizás incluso alguna llamada, y así fue. Lo primero que vio fue la respuesta de su hermana cuando le había dicho que ya había cerrado el Kings y que había llegado a casa sana y salva, aunque en aquel momento lo que había estado haciendo era preparar todo para declararse a Amelia, pero eso a María todavía no se lo iba a contar. Después de mucho besarse, acariciarse y calentarse como si no hubiera un mañana, habían logrado parar para respirar y hablar durante unos segundos, y tanto Amelia como la propia Luisi habían estado de acuerdo en que lo mejor, por el momento, era mantener esa nueva naturaleza de su relación solo para ellas dos. No por vergüenza, ni por miedo al rechazo, sino para darse tiempo para ellas mismas. Si hacían público que estaban enamoradas, a su familia le iba a suponer una sorpresa, como poco, e iban a tener que soportar la atención —y las opiniones— de todos volcada en su amor, un amor que necesitaba aire, luz, espacio para crecer, hacerse fuerte y consolidarse. Por no hablar del resto de personas de su entorno, ninguna quería ser la novedad, ninguna quería someter por ahora su relación a ser el tema de conversación a la hora del café. Ya habría tiempo de sobra.

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