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En cuanto Katniss las rozó, las heridas de Mellark empezaron a sangrar lentamente.

—¿Cuándo ocurrió? —inquirió mientras intentaba tocarle con la mayor delicadeza posible.

—Hace diez días.

—Eso es mucho tiempo para que unas heridas permanezcan abiertas.

Peeta no había podido descansar lo suficiente como para permitir que su carne empezara a cicatrizar, no con Trahern siguiéndole la pista obstinadamente. Y como consecuencia, las heridas se habían abierto cada vez que había montado sobre su caballo. No obstante, sentía una amarga satisfacción al saber que el cazador de recompensas tampoco había podido darle a su pierna el descanso que necesitaba.

El whisky estaba haciendo que su cabeza le diera vueltas y se vio obligado a cerrar los ojos para evitar el mareo. De pronto se descubrió a sí mismo concentrándose incluso aún más en el tacto de las manos de aquella mujer. La doctora Everdeen. La doctora K. T. Everdeen, según indicaba el cartel rudimentariamente grabado que había en la parte delantera de aquella humilde casa. Nunca antes había oído hablar de una mujer que ejerciera la medicina.

Su primera impresión había sido que su delgadez y aquella mirada cansada tan característica de las mujeres del Oeste, le restaban atractivo. Sin embargo, cuando se había acercado a él, había descubierto la suavidad de sus ojos grises y el dulce desorden de su pelo castaño-cobrizo, recogido hacia atrás en un descuidado moño, con finos rizos sueltos rodeando su rostro. Entonces, le había tocado y había sentido la ardiente magia de sus manos. ¡Esas manos que le hacían sentirse relajado y tenso al mismo tiempo!

Maldita sea, estaba borracho; ésa era la única explicación.

—Primero aplicaré compresas de agua caliente con sal —le explicó ella con voz serena—. Tiene que estar casi hirviendo, así que no será muy agradable.

Peeta no abrió los ojos.

—Hágalo.

Calculó que Trahern, como mínimo, estaba a un día de distan­cia, pero cada minuto que pasaba tumbado allí era un minuto que ganaba el cazarrecompensas.

Katniss abrió la lata de sal marina, echó un puñado en una de las ollas y usó un par de fórceps para sumergir un paño en el agua hir­viendo. Lo mantuvo goteando sobre la olla durante un minuto, comprobó la temperatura con la suave piel de su antebrazo, y luego colocó el humeante paño contra la herida de la espalda.

Peeta se puso rígido y dejó escapar el aire entre sus dientes apre­tados, pero no emitió ni siquiera un quejido. Katniss se descubrió a sí misma dándole unas compasivas palmaditas en el hombro con su mano izquierda mientras mantenía el paño caliente contra su cuer­po con la ayuda del fórceps que sostenía en la derecha.

Cuando el paño se enfrió, volvió a meterlo en el agua hirvien­do.

—Iré alternando las heridas —comentó—. La sal ayuda a dete­ner la infección.

—Acabemos con esto lo antes posible —gruñó Peeta—. Hágalo a la vez en ambos lados.

Katniss se mordió el labio, pensando que él tenía razón, que eso sería lo mejor. Incluso tan enfermo como estaba, aquel hombre tenía una sorprendente tolerancia al dolor. Cogió otro paño y otro par de fórceps, y aplicó las compresas de agua caliente con sal durante la siguiente media hora, hasta que la piel alrededor de las heridas se volvió de un color rojo oscuro y los irregulares bordes de las heridas adquirieron un tono blancuzco. Durante todo el proce­so, el desconocido permaneció totalmente inmóvil con los ojos cerrados.

Una vez que consideró que la sal había hecho su función, la joven cogió un par de tijeras quirúrgicas, tensó la piel, y recortó con rapidez la carne blanca. Sin perder tiempo, presionó los bordes de las heridas para que se terminaran de limpiar, y consiguió extraer pus, sangre coagulada y unos cuantos trozos diminutos de tela junto con una fina esquirla de plomo de la bala. Katniss no dejó de hablar en voz baja durante todo el proceso, explicando a su paciente lo que estaba haciendo aunque no estuviera segura de que permaneciera consciente.

InesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora