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Katniss se quedó mirándolo incrédula, con los ojos abiertos de par en par. Un sordo zumbido llenó sus oídos y, por un momento, se preguntó si se desmayaría, pero esa posibilidad de evasión le fue denegada. El cañón de la pistola parecía enorme y Peeta apuntaba sin vacilar en su dirección, con los ojos fríos como el hielo.

—No. —Katniss susurró la palabra, porque su garganta estaba tan agarrotada que apenas podía hablar. Se le pasaron por la mente varios pensamientos confusos y fragmentados. Él no podía estar pensando... No, estaba segura de que no estaba en condiciones de... Y no le dispararía, la necesitaba para cuidarlo.

—No lo hagas más difícil de lo que debe de ser para ti —le aconsejó—. No quiero hacerte daño, así que quítatela y túmbate.

La joven apretó las manos formando puños.

—¡No! —repitió ferozmente—. No permitiré que me hagas eso.

Peeta observó su rostro lívido y su cuerpo tenso, preparado como si estuviera dispuesta a huir en medio de la noche, y una expresión divertida arqueó sus labios.

—Pequeña, debes de pensar que estoy mucho más fuerte de lo que me siento —se burló arrastrando las palabras—. Es totalmente imposible que yo pueda hacerte lo que estás pensando.

Katniss no se relajó.

—Entonces, ¿por qué quieres que me quite la ropa?

—Porque no seré capaz de permanecer despierto durante mucho más tiempo, y no quiero que te escabullas mientras duermo. No creo que puedas marcharte sin tu ropa.

—No voy a intentar huir —le aseguró desesperadamente.

—Sería peligroso para ti intentar marcharte sola —continuó—. Así que me aseguraré de que no caigas en la tentación.

Katniss ni siquiera era capaz de imaginarse quitándose la ropa delante de él; su mente se horrorizó ante tal idea.

—¿No puedes atarme? Tienes una cuerda.

Él suspiró.

—Es evidente que no sabes lo condenadamente incómodo que es estar atado. No podrás descansar si lo hago.

—No me importa. Prefiero...

—Katniss, quítate la ropa. Ahora. —Su voz reflejaba una clara advertencia.

La joven empezó a temblar, pero sacudió la cabeza obstinadamente.

—No.

—La única alternativa que tengo es dispararte y no quiero hacerlo.

—No me matarás —afirmó ella, intentando sonar más segura de lo que se sentía—. Al menos, no todavía. Aún me necesitas.

—Yo no he hablado en ningún momento de matarte. Tengo muy buena puntería y puedo meterte una bala en cualquier lugar que elija. ¿Dónde la prefieres, en la pierna o en el hombro?

Él no lo haría. Katniss se dijo a sí misma que no lo haría, que la necesitaba en plenas facultades para poder cuidarlo, pero no había ni una sola sombra de duda en el rostro masculino, y su mano permanecía firme como una roca sujetando el arma.

Reticente, Katniss le dio la espalda y empezó a desabrocharse la blusa con dedos temblorosos. La luz del fuego brilló sobre sus hombros suaves como la seda cuando se la quitó y la dejó caer al suelo. Mantenía la cabeza inclinada hacia delante, revelando el delicado surco de su nuca. Peeta sintió el repentino impulso de acercar sus labios a ella, de envolverla con sus brazos y estrecharla contra él. Había tenido que empujarla hasta el límite de su resistencia durante todo el día, igual que había hecho la noche anterior, a pesar de que podía ver cómo se hundían sus ojos a causa de la fatiga. Aun así, ella se las había arreglado, encontrando, de alguna forma, la suficiente fuerza en su esbelto cuer­po para hacer las cosas que le había exigido. Había luchado contra su miedo natural hacia él y se había esforzado al máximo para curarlo, y, sin embargo, ahora se lo pagaba humillándola y aterrorizándola. Pero no se atrevía a bajar la guardia. Tenía que asegurarse de que no intentara huir, por el bien de ella y por el suyo propio.

InesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora