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—No —susurró Katniss con voz quebrada—. No. Estaba bien esta mañana.

La joven sabía lo inútil de su protesta. Las enfermedades no siempre seguían las mismas pautas de tiempo o mostraban los mismos síntomas, sobre todo en los niños.

Peeta la miró con expresión sombría. Sólo uno de los apaches que había tenido manchas negras, claro signo de que había hemorragia, había sobrevivido. Se trataba de uno de los guerreros más fuertes de la tribu y, aun así, todavía estaba enfermo y débil. Peeta sabía tan bien como ella que el bebé no tenía muchas posibilidades.

Katniss la cogió en sus brazos y la pequeña dejó de llorar. Pero se removía inquieta como si intentara escapar del dolor que le causaba la fiebre.

Era peligroso dar medicamentos a un bebé tan pequeño, aun así, Katniss sabía que no tenía elección. Quizá le iría bien que el té de álamo temblón fuera más suave que el de corteza de sauce. Katniss hizo que la niña bebiera un par de sorbos y luego se pasó una hora lavándola con delicadeza con agua fría. La niña, finalmente, se dur­mió, y Katniss se obligó a sí misma a llevarla junto a su familia.

La madre estaba despierta y tenía los ojos muy abiertos y llenos de ansiedad. Se giró tumbándose de costado y acarició a su hija con manos temblorosas antes de estrechar su pequeño y caliente cuer­po contra el suyo. Katniss le dio unas palmaditas en el hombro y tuvo que salir apresuradamente para que no la vieran llorar.

Todavía había demasiada gente enferma para permitirse a sí misma el lujo de derrumbarse. Tenía que recomponerse e ir a com­probar cómo estaban.

Peeta se había dado cuenta de que unos cuantos guerreros se habían recuperado lo suficiente como para poder incorporarse y comer por sí mismos. Desde ese momento, permanecía detrás de Katniss cada vez que entraba a una de las tiendas, con el revólver preparado para disparar y su mirada glacial captando cada movimiento mientras ella atendía a los enfermos.

Los guerreros, por su parte, se quedaban mirando con la misma fiereza al hombre blanco que había invadido su campamento,

—¿Realmente crees que esto es necesario? —preguntó Katniss cuando salieron de la segunda tienda donde se había repetido esa misma escena.

—O lo hacemos así o nos vamos ahora mismo —respondía Peeta con rotundidad. De todos modos, ya deberían haberse ido, pero tendría que atarla a la silla para hacerla abandonar al bebé en ese estado y una parte de él tampoco quería marcharse. La pequeña no tenía muchas posibilidades en ese momento y si Katniss se mar­chaba, no tendría ninguna.

—No creo que vayan a intentar hacernos daño. Ya han visto que sólo estamos intentando ayudar.

—Puede que hayamos violado algunas de sus costumbres sin saberlo —adujo Peeta—. El hombre blanco es su enemigo, cariño, no lo olvides. Cuando Mangas Coloradas fue engañado para que acudiera a una reunión garantizándole su seguridad y luego le cortaron la cabeza y la hirvieron, los apaches juraron venganza eterna. Diablos, ¿quién puede culparles? Pero no pondré en peligro tu segu­ridad ni un solo minuto, y por tu propio bien, te aconsejo que no olvides nunca a Mangas Coloradas, porque ellos no lo harán.

Pensar en el dolor del pueblo apache y en el de las personas que habían muerto a causa de su venganza, la abrumó mientras iba de un paciente a otro, administrándoles té y medicamento para la tos, intentando mitigar la fiebre y el pesar, ya que no había ni una sola familia en la pequeña tribu que se hubiera salvado de la muerte. Jacali también hacía rondas para hablar con su gente, de forma que todos sabían lo que estaba ocurriendo. Katniss escuchaba el suave y afligido llanto en la intimidad de las tiendas, aunque nunca mostra­ban su dolor en su presencia. Eran orgullosos y tímidos al mismo tiempo, y desconfiaban de ella. Toda la buena voluntad por su parte no iba a borrar años de guerra entre sus pueblos.

InesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora