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Se pasaron la mayor parte del día entrelazados en la tosca cama. Los dos se quedaron dormidos al sentir los efectos de la larga noche que habían vivido y el cansancio fruto de haber hecho el amor tan intensamente. Katniss se levantó adormilada una vez para reavivar el fuego y añadir más agua al estofado. Cuando regresó a la cama, Peeta ya estaba despierto y excitado por su semidesnudez. Se despojaron de la poca ropa que aún llevaban puesta y Peeta le hizo el amor de una forma lenta y prolongada aunque no menos agotadora que la vez anterior. Ya era por la tarde cuando volvieron a despertarse y el aire frío los hizo temblar.

—Tengo que ir a ver a los caballos —anunció Peeta con pesar mientras se vestía. No había nada que le hubiera gustado más que quedarse acostado y desnudo junto a ella. Sólo lamentó que no dis­pusieran de una verdadera cama, con gruesas mantas que los man­tuvieran calientes. Era extraño, pues nunca había echado de menos las comodidades.

Katniss también se vistió. Se sentía increíblemente lánguida, como si sus huesos no tuvieran fuerza. Se había olvidado de la nieve hasta que Peeta abrió la puerta y un paisaje blanco surgió ante sus ojos, acompañado por una ráfaga de aire gélido. Una pálida luz sobrenatural llenó de pronto la cabaña. Durante las horas que habían pasado haciendo el amor, la nieve se había acumulado en el suelo hasta alcanzar medio metro de altitud y envolvía a los árboles con un helado manto blanco.

Pasaron unos pocos minutos hasta que Peeta regresó, sacudien­do la nieve de sus botas, su abrigo y su sombrero. Katniss se apresu­ró a ofrecerle una taza de café que había quedado del desayuno. Su sabor se había vuelto fuerte y amargo para entonces, sin embargo, él se lo bebió sin siquiera hacer una mueca.

—¿Cómo están los caballos?

—Bien, aunque un poco nerviosos.

Katniss removió el estofado y comprobó que ya estaba listo para comer. Después de haber hervido a fuego lento durante todo el día, la carne parecía exquisita. Aunque, en realidad, ella no necesitaba comer en ese instante, sino algo de aire fresco para despejarse la cabeza. Lo único que se lo impedía era que, como Peeta le había dicho, su abrigo no era apropiado para ese tiempo. No obstante, tras unos momentos, decidió que no importaba.

Peeta observó cómo se ponía la gruesa prenda.

—¿Adónde vas?

—Vuelvo enseguida. Sólo necesito algo de aire fresco.

Sin decir una sola palabra, él empezó a ponerse su propio abrigo de nuevo.

—No tienes que venir conmigo —dijo Katniss lanzándole una mirada de sorpresa—. Me quedaré junto a la puerta. Acércate a la chimenea y entra en calor.

—Ya he entrado bastante en calor. —Peeta se inclinó, cogió una de las mantas y la envolvió con ella al estilo indio, levantando uno de los pliegues para protegerle la cabeza. Luego, la abrazó con fuerza y ambos se adentraron en aquel sobrecogedor mundo blanco.

Hacía tanto frío que costaba respirar, pero el gélido aire les despejó la cabeza. Katniss se recostó contra el enorme cuerpo de Peeta y observó en silencio cómo caía la nieve. Estaba a punto de ponerse el sol, y la débil luz del sol invernal que había atravesado la gruesa capa de nubes apenas tenía ya fuerza. La fantasmal iluminación provenía más de la nieve que del sol y los troncos de los árboles parecían oscuros centinelas. La joven nunca hubiera podido imaginar que existiera un silencio así. No había insectos que emitieran zumbidos, ni pájaros que cantaran, ni se escuchaba el crujido de las ramas de los árboles. Estaban tan aislados que podrían haber sido los únicos seres vivos en la Tierra, ya que el manto de nieve amor­tiguaba tanto el sonido que ni siquiera podían oír a los caballos.

InesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora