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Peeta se despertó de forma brusca, aunque sólo lo delató su pulso acelerado, ya que sus músculos ni siquiera se movieron. No solía dormir de forma tan profunda, sobre todo en aquellas circuns­tancias. En silencio, empezó a maldecirse a sí mismo mientras toma­ba conciencia de todo lo que había a su alrededor. Los pájaros pia­ban tranquilamente y podía escuchar a los caballos comiendo en algún pasto que habrían encontrado. Al parecer, todo estaba bien a pesar de su falta de vigilancia.

La doctora todavía seguía tendida contra su costado derecho con la cabeza apoyada sobre su hombro y el rostro pegado a su camisa. Al mirar hacia abajo, pudo ver que su largo cabello castaño se había liberado de las horquillas y caía en un suave desorden. La falda esta­ba enredada alrededor de las piernas de ambos, y podía sentir la tentado­ra suavidad de sus senos, su cadera y sus muslos. Despacio, respiró hondo intentando no despertarla. Uno de sus delicados brazos repo­saba sobre su pecho, pero igualmente podría haber estado sobre su entrepierna, ya que el cálido peso de su mano hacía que su erección matinal creciera como si así fuera. El placer que le daba se extendió por todo su cuerpo como exquisita miel. Aún estando ella dormida, podía sentir la extraña y agradable energía que desprendían sus manos al tocarlo, consiguiendo tensar sus pezones.

La tentación de quedarse tendido y de disfrutar de su contacto, o incluso de moverle la mano hacia su grueso miembro para poder sentir allí esa cálida energía, casi le venció. Pero eso no sería justo para ella y, además, necesitaban encontrar la cabaña del trampero para poder descansar. Peeta cerró la mano alrededor de la de ella y la llevó hasta sus labios, luego, volvió a dejarla con delicadeza sobre su pecho y la zarandeó para despertarla.

Los ojos grises de la joven se abrieron perezosamente y, un segundo después, sus pestañas volvieron a descender. Ojos grises como los de una tormenta, pensó Peeta al verlos por primera vez a la luz del día.

—Despierta, doctora —la instó volviendo a zarandearla con suavidad. No podemos quedarnos aquí.

Aquella vez, sus ojos se abrieron de par en par y Katniss se incorporó precipitadamente entre la maraña de abrigos y mantas, mirando asustada a su alrededor. Peeta percibió en su mirada el momento exacto en que recordó lo que había pasado la noche anterior; vio el miedo y la desesperación cuando se dio cuenta de que no había sido un sueño, antes de que recuperara el control sobre sí misma y se enfrentara a él.

—Tienes que llevarme de vuelta.

—Todavía no. Quizá lo haga dentro de unos pocos días. —Peeta se puso en pie con cierta dificultad, a pesar de que el sueño había reparado en parte sus fuerzas. Aun así, cuando se movió, su cuerpo le recordó que necesitaba mucho más que unas cuantas horas de descanso—. Hay una cabaña cerca de aquí. Ayer no pude encontrarla en medio de la oscuridad, pero nos quedaremos allí hasta que mis heridas estén curadas.

Katniss alzó la mirada hacia él con los ojos muy abiertos a causa del miedo. Todavía había sombras violeta bajo ellos, oscureciendo la traslúcida piel y haciéndola parecer frágil. Peeta deseaba tomarla entre sus brazos y tranquilizarla, sin embargo, en lugar de eso, dijo:

Enrolla las mantas.

Katniss se movió para obedecerle e hizo un gesto de dolor al sentir la protesta de sus entumecidos músculos. No estaba acostumbrada a cabalgar durante tantas horas sin descanso, sobre todo, viéndose forzada a usar sus piernas para mantenerse sobre el caballo. Sus muslos temblaron por el esfuerzo cuando se puso en cuclillas para enrollar las mantas.

Peeta se había alejado unos pocos metros, los suficientes para quedar oculto por la roca, pero desde allí aún podía verla. Katniss escuchó de pronto el sonido de un líquido salpicando, como si fuera agua que fluyera y levantó la mirada intrigada justo antes de darse cuenta de lo que él estaba haciendo. La fría e inclemente mirada de Peeta se encontró con la suya, y Katniss bajó la cabeza al tiempo que un violento rubor ardía en sus mejillas. Sus conocimientos médicos le indicaron que, al menos, la fiebre no había dañado los riñones de su captor.

InesperadoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora