La Historia Que Nunca Escribí - Parte 1/6

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El primer día que los vi, eran apenas unos niños. Tuvieron quizá nueve años, no más. Jugaban en la pista de patinaje – o skate, como lo llaman los jóvenes – y los cinco chicos compartían una sola patineta entre sí. La pobre fue casi maltratada por ellos, quienes difícilmente podían mantenerse parados sobre ella, sin embargo lo intentaban.

Concretamente, lo practicaban casi cada día desde aquella tarde de verano que los noté por primera vez. Todos tenían el cabello oscuro, semejantes estaturas infantiles y la motivación por volver a subirse al monopatín cada tarde.

Pero sólo él fue capaz de soltar aquella risa al viento. Aquella risa incomparable, que contenía una vibra de pura felicidad y celebración de su vida, aún hasta que las brisas la trajeran hacia mi ventana.

Y sólo él fue capaz de hacerlo reír de tal manera.

Nunca llegué a saber cómo se llamaban, pero en mi mente los llamé Juan Pablo y Simón. Los chicos que me permitieron escuchar la risa más feliz del mundo y, simultáneamente, ser parte de una de las más maravillosas historias de amor.

No puedo caminar desde hace veinticinco años, hace tiempo que me acostumbré a mi silla de ruedas. Tampoco soy tan joven como solía ser, ni tengo la salud de los viejos tiempos. Por eso, paso mis días escribiendo.

Poemas, cuentos, novelas. Escribo de todo. Eso me resulta bastante fácil, porque con mis setenta y dos años ya he experimentado muchas cosas. Pero, como cada escritor, necesito inspiración.

La mía la encuentro justo cuando echo un vistazo afuera de mi ventana. Tengo una vista perfecta hacia un parque pequeño, donde se ubica aquella famosa pista de skate. No recuerdo cuántas historias han surgido de una mirada hacia las personas en las sombras de los árboles, simplemente porque son casi incontables.

Seguramente no sorprende a nadie si digo que mi favorita fue la de Juan Pablo y Simón. Aunque debo admitir que nunca escribí ni una sola palabra sobre aquellos chicos. A pesar de mi experiencia, no me atrevía a tratar de capturar su historia en tinta. Era demasiado especial.

Y eso lo noté desde que visitaron el parque por primera vez.

I

Sólo me alcanzan escasos gritos de los niños en el parque, nunca entiendo sus nombres. Sin embargo, sé que alguien se hirió a través de la entonación del grito. Empujo mi silla de ruedas más cerca a la ventana, lejos del escritorio y mi trabajo, para averiguar qué pasó afuera.

Un chico se cayó. Es Simón. Veo que sus rodillas están cubiertas de sangre, pero el chico valiente no quiere llorar. Probablemente quiere correr hacia su mamá como cada niño de su edad, pero ¿en frente de sus amigos? No, Simón quiere aparentar ser maduro y fuerte.

Curiosos, sus amigos se acercan, sólo Juan Pablo corre. De inmediato se agacha al lado de su amigo y lo tranquiliza. Lo cuida, inspecciona las heridas y le quita los gruesos mechones de la cara.

Simón no necesita su atención, él es fuerte. Pero la quiere.

II

Las miles de mochilas de diferentes colores que adornan el parque representan el día de hoy mejor que cualquier otra cosa. Hoy sólo son cuatro chicos, uno se mudó. Él está ausente en el primer día del colegio, mientras sus antiguos amigos se muestran los trucos que aprendieron durante las vacaciones. Solamente Simón no tiene su propio monopatín, sigue tomándolo prestado de otros chicos o compartiéndolo con un amigo.

Si yo tuviera uno, se lo regalaría. Me duele ver como sus constantes ruegas de poder usar una patineta molestan a sus amigos. Tal como molesta a sus padres que repita la misma pregunta una y otra vez: ¿Me compran un skate?

Oh, ahora veo que a Juan Pablo no le importa compartir el suyo con Simón.

Siempre AmorDonde viven las historias. Descúbrelo ahora