V: Un mar de desastres

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El viaje de regreso a la ciudad fue largo y sombrío. La atmósfera estaba cargada con una tristeza palpable, una pesadumbre que pesaba más que nuestras mochilas y armas. Aunque técnicamente habíamos ganado, la victoria se sentía vacía. Las pérdidas, aunque numéricamente bajas en comparación a la magnitud del grupo, eran más que suficientes para arrancarnos cualquier rastro de orgullo. De los casi 300 que partimos, 80 compañeros habían perecido en ese caos. Y aunque el número en frío podía parecer pequeño para una batalla de tal magnitud, cada vida contaba. Cada uno de esos 80 tenía una historia, un sueño, una vida que había quedado truncada en aquella fatídica pelea.

Mientras caminaba entre las filas de aventureros, mi mente no podía despegarse de un pensamiento oscuro que me consumía: yo podría haber sido uno de ellos. La muerte había estado tan cerca que casi podía sentir aún su aliento helado en mi cuello. A veces, el silencio en mis propios pensamientos se veía interrumpido por la imagen de mi pierna, o de mi mano, desapareciendo en ese charco de sangre. Aún podía oír el eco del dolor y el terror, como una sombra que se aferraba a mí. ¿Cuántos de los caídos habían sentido lo mismo? ¿Cuántos habían experimentado ese miedo, esa desesperación, antes de sucumbir a las garras de la muerte?

El respeto por los caídos era lo único que mantenía a todos marchando en silencio. Nadie hablaba, nadie reía ni bromeaba. Lo único que se escuchaba era el sonido de las placas de las armaduras chocando entre sí, el resonar metálico que, bajo otras circunstancias, habría sido solo un murmullo rutinario de soldados regresando de una victoria. Pero no esta vez. Esta vez, ese eco era como una marcha fúnebre, un recordatorio constante de lo que habíamos perdido.

Los más fuertes cargaban con los cuerpos de aquellos que no regresarían con vida. Sus rostros, serios y cansados, apenas reflejaban el agotamiento físico que sentían; lo que pesaba más eran sus corazones, sobrecargados por el duelo y la responsabilidad de llevar a sus compañeros una última vez. Había algo profundamente solemne en esa imagen: hombres y mujeres que, incluso en la muerte, eran tratados con el mayor respeto por sus compañeros.

Durante todo el trayecto, mis ojos se deslizaban constantemente hacia mi muñeca. El tatuaje que había aparecido tras romper el collar seguía allí, un símbolo que no comprendía del todo, pero que sabía que estaba profundamente conectado con lo que había sucedido. La tinta morada se enroscaba en mi piel como si tuviera vida propia, brillando débilmente en momentos que solo yo parecía notar. No me atrevía a preguntar, ni a hablar de ello. Quizás, en algún nivel, tenía miedo de la respuesta.

Finalmente, las puertas de la ciudad se levantaron ante nosotros, imponentes pero indiferentes, como siempre lo habían sido. Nadie salió a recibirnos, no había aplausos ni gritos de victoria. Simplemente entramos, un ejército que parecía más derrotado que triunfante. El camino de regreso hacia el gremio fue igual de silencioso, con los aventureros marchando en una fila desorganizada, como si cada paso los hundiera más en el peso de la realidad.

Cuando llegamos al gremio, nos formaron en filas, en un orden casi ceremonial, como si eso pudiera disipar un poco la angustia que todos llevábamos dentro. Los rostros del liderazgo estaban tensos, y aunque nos otorgaron nuestras recompensas por el esfuerzo, las codiciadas monedas de platino, reservadas para quien hubiera eliminado a la bruja, no fueron entregadas. Al final, "nadie" había sido capaz de destruirla. La maldita había escapado, o al menos eso creían todos.

El brillo metálico de las monedas de plata en nuestras manos no parecía importar en ese momento. Lo que más importaba no era el dinero, sino lo que habíamos perdido. Sabíamos que los muertos no regresarían, y aunque habíamos hecho nuestro deber, esa victoria amarga se sentía incompleta. Las cabezas bajas, los murmullos de algunos aventureros al recibir sus recompensas, y la mirada fija de aquellos que habían perdido más de lo que el dinero podría compensar, era lo único que rompía el silencio.

Crónicas Del Héroe: El Sendero Del DébilDonde viven las historias. Descúbrelo ahora