IV

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En las profundidades de los helados abismos de Valmeria los calabozos se extendían a lo largo y ancho como un interminable laberinto de hielo a los que la luz del sol jamás habían tocado. Dentro del recinto, en las dos ultimas celdas del tercer nivel el vapor salía de entre los barrotes con cada respiración.

—Siempre acabo en todo tipo de problemas por tu culpa —Kerel escupió castañeando con los dientes, encogiéndose todavía más en el rincón y cubierto de pies a cabeza con la pesada manta de la celda que se sentía como apenas una fina seda.

Los calabozos habían sido utilizados por milenios para esclavos, presos de guerra y criminales, pero quizás era la primera vez que albergaban a un príncipe.

Lucaro se aferraba a los barrotes con tanta fuerza que el hielo se le había pegado a las palmas de las manos mientras observaba a su guardia personal congelarse hasta los pulmones y, mirando su propia cobija apilada en el suelo le dio una patada en su dirección.

—Sí —soltó al final, mientras la manta de deslizaba por debajo de las rejas y la pesada lana se detuvo cuando chocó contra el soldado tembloroso al otro lado.

—Esperaba una disculpa —el joven se quejó, apresurándose a cubrirse con la segunda capa de abrigo —. Pero por lo menos estás hablando.

Y el guerrero tenía razón. La primera semana el príncipe había sido presa de una ira tan profunda que ninguna palabra había salido de sus labios ni siquiera para quejarse de las peligrosas condiciones con las que tenía que lidiar en la celda pues, como todos los Eresfort, Lucaro parecía tener más resistencia a las heladas condiciones que el resto de los hombres pero no podía decirse lo mismo de Kerel. Casi no había dormido en todo ese tiempo tampoco porque bastaba con cerrar los ojos para que sus recurrentes pesadillas lo atacaran de nuevo.

Sangre, llantos y oscuridad era lo que siempre lo despertaba en la noche, temblando y sudando ante imágenes que le resultaban familiares pero sentía que no le pertenecían al mismo tiempo y se negaba a mostrarse vulnerable ante su antiguo compañero de batalla.

—¿Cuánto tiempo el rey va a mantenernos aquí? —Kerel masculló en la penumbra, con los labios ennegrecidos.

—Hasta que nuestra sangre se congele.

—La tuya ya está helada —se quejó  con la confianza de un amigo, un compañero y un camarada. Algo de lo que nadie más en Valmeria podía presumir.

Kerel miró la jaula del príncipe y notó como contra las paredes de hielo los cadáveres de prisioneros del antiguo rey Aella Eresfort se habían congelado tanto que ahora formaban parte de la celda. Si no hubiese estado tan oscuro habría sido capaz de distinguir de donde eran y desde cuando habían estado allí pero ni siquiera lo intentó, con sus dedos entumecidos por el frío y los ojos secos no podía concentrarse en nada más que en intentar mantener el calor.

—¿Qué piensas de los rumores de levantamiento? —la voz de Lucaro volvió a reverberar entre los interminables pasillos nevados.

—El rey Aleister no tiene muchos simpatizantes.

—No, pero mi padre tampoco los tenía.

—Y les cortó la cabeza a todos —Kerel masculló, sin siquiera pensarlo y, para cuando se dio cuenta lo que había dicho, Lucaro ya estaba enseñando los dientes como un lobo rabioso.

Los Eresfort había sido los dueños del trono de hielo hacía tantas generaciones que nadie siquiera recordaba el nombre de otros gobernantes en las tierras heladas, sin embargo si había algo que caracterizaba los reinados en Valmeria eran las amenazas. La historia estaba llena de invasiones, conspiraciones e intentos de derrocar al monarca de turno para apoderarse del reino y Kerel a veces se preguntaba si esa era la razón que había vuelto a la familia tan distante y tan fría como el hielo que gobernaban.

Un príncipe para el príncipe (ya disponible en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora