V

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La tierra rojiza formaba una densa nube al rededor del elefante de transporte mientras la multitud se apiñaba sobre la calle central como ocurría cada vez que el príncipe salía del palacio.

—¡Majestad! —aclamaban, estirando las manos debajo del enorme animal que continuaba su camino tranquilo, con paso lento y pesado.

Él no era el rey, Castian lo sabía tan bien como los súbditos, pero aún así lo aclamaban como si lo fuera porque era el heredero, el protector del reino y, a los ingenuos ojos de los talaquíes, su salvación.

—¡Príncipe Castian, aquí! —los niños corrían entremezclándose entre las patas del elefante, que con cada movimiento hacia que las joyas y monedas de oro que colgaban de su tocado tintinearan con fuerza.

Sobre el lomo de la bestia la carroza se alzaba como una propia habitación, cubierta de hojas de palmas gigantescas a modo de techo, rociadas con aceites aromáticos y cubiertas por sedas de colores que ocultaban en su interior al par de hombres que descansaban tendidos sobre cojines, abanicándose tratando de lidiar con el calor.

—El pueblo lo ama, mi señor —Phillip soltó sonriente, asomando la cabeza por la ventana.

—Sí. No lo harán cuando la sequía alcance la capital —Castian respondió, cruzando los brazos detrás de la cabeza mientras clavaba sus ojos en el techo. De fondo los clamores le perseguían a través del mercado como una plegaria —. Espero evitar que eso ocurra.

El silencio se hizo entre los dos pues la información que la sequía estaba a penas un par de meses de expandirse hasta el castillo había arribado esa misma mañana, cuando los exploradores, deshidratados y polvorientos regresaron de sus expediciones. Cuando el agua se secara en las reservas del palacio ni siquiera la nobleza de Talaquia sobreviviría y la idea que ese fuera el final de todo lo que Castian había trabajado tan duro para proteger le aterraba más que cualquier otra cosa, sobre todo porque su última esperanza recaía en su hermana, que había partido a las tierras del hielo hacía más de dos semanas y todavía no tenía noticias de ella.

—Dejar semejante tarea a manos de la princesa ¿no es eso un poco... —Phillip habló, como si hubiese estado leyendo el pensamiento del Príncipe y es que, después de tantos años de servicio, se podría decir que lo hacía.

—Ella podrá hacerlo —Castian no le dejó terminar, mientras los clamores en el exterior comenzaban a morir a medida que se alejaban de la ciudad, en dirección a la entrada.

—¿Pero una posición en el consejo, mi señor? —el anciano se atrevió a decir, mientras el viento del abanico le hacía temblar el blanco bigote —. Una mujer nunca ha formado parte de la toma de decisiones en Talaquia y no solo eso sino que la princesa Arden es... es...

—¿Qué? —Castian arqueó una ceja, expectante y el consejero solamente pudo soltar un suspiro resignado.

—Joven —el anciano concluyó sabiamente.

—Yo también.

—Oh, pero no es lo mismo. Definitivamente usted nació para portar la corona, todo el reino lo sabe.

El príncipe no replicó pues no tenía caso, en su lugar se volteó en dirección a la ventana y observó las murallas que rodeaban la ciudad, cada vez más vacías a medida que dejaban atrás al mercado y el pueblo. Los ladrillos anaranjados estaban añejados por la erosión del implacable viento del desierto y entonces, entre la fuerte ventisca que difuminaba el panorama el príncipe alcanzó a divisar un cartel tallado en la piedra.

"Nox es muerte" ponía, con una caligrafía desprolija, en medio de la enorme muralla casi perdiéndose entre las grietas de los ladrillos, sin embargo, el príncipe la veía con tanta claridad como si se lo hubiesen escrito en la frente.

Un príncipe para el príncipe (ya disponible en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora