VIII

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Tres guardias escoltaron a Castian a sus habitaciones. Durante el transcurso los pasillos se volvían fríos y cálidos dependiendo de la cantidad de antorchas encendidas y cada respiración del príncipe formaba una molesta nube frente a su rostro a la que tendría que acostumbrarse pues ahora era un invitado de la corte del hielo.

Caminó erguido, con la barbilla en alto y sin abrazarse a sí mismo durante todos los minutos que le llevó cruzar amplios pasillos, interminables puentes y peligrosas escaleras hasta que la guardia real se detuvo frente a un par de puertas de hielo macizo, casi tan altas como las del salón del trono y con estoicas reverencias se alejaron, dejándolo completamente solo.

—Gracias —murmuró a la nada.

Cuando abrió la puerta el calor del interior humedeció la superficie de la hoja, abrazándolo con una grata sensación que le hizo temblar la espalda mientras se adentraba al cálido espacio. Una enorme chimenea encendida iluminaba el silencioso lugar con sus llamas que hacía a las sombras del amueblado bailar sobre las paredes esculpidas.

Castian observó la puerta lateral del baño y corrió hacia el lugar, encontrando gratamente que los inodoros no eran de hielo cuando se inclinó sobre él y vomitó, vaciando su estómago en un patético intento de lidiar con el nerviosismo que había acumulado el último par de días y que todavía no se le había quitado.

El frío todavía le congelaba las manos y los pies cuando se limpió y regresó a la habitación, solo entonces notó sobre la enorme cama afelpada las mudas de ropa de abrigo que, sin pensarlo dos veces tomó para cubrirse. El fuego le iluminó el cuerpo desnudo mientras insultaba en voz baja cuando sus pies descalzos tocaron las alfombras heladas y con una rapidez felina se calzó el jubón, pantalones, botas y una larga capa que le cubría la espalda y se desparramaba por el suelo, quedándose cubierto de pies a cabeza en tonos azules y grises.

Esa fue la primera vez que el príncipe Castian Nox no sintió frío en Valmeria y de pronto se encontró agotado, sintiendo todo el peso del viaje, el trato y las confesiones arrojarse sobre él mientras se recostaba en la alta cama cubierta de pieles grises y adornada con hierro, nada parecida a las suyas en el palacio de la arena, y soltaba un sonoro suspiro hundiéndose en el colchón rectangular con los ojos cerrados.

—¡Demonios! —soltó cuando volvió a abrir los ojos, sin saber por cuanto tiempo había estado durmiendo.

El fuego de la chimenea estaba casi extinto y el frío lo abrazaba incluso a través de las gruesas telas valmerias así que se apresuró a arrojar más leña para avivarlo casi con desesperación, al tiempo que la oscuridad disminuía a medida que las llamas volvían a aparecer paulatinamente.

El príncipe miró al rededor. Todo era de un oscura escala de azules y grises que se extendían hasta donde las llamas iluminaban y luego más oscuridad, demasiado diferente a Talaquia. Solo entonces recordó a la corte de su reino y dio un respingo al darse cuenta de lo irresponsable que había sido en no enviar noticias con inmediatez, así que corrió al escritorio que se cernía debajo del amplio ventanal negro y tomó papel y una pluma, comenzando a escribir desesperado.

La carta estaba dirigida a la corte en general, en donde, muy elegantemente, el príncipe regente expresaba su gratitud a Valmeria por haberlo invitado mientras anunciaba, de forma muy sutil, su estancia indeterminada en el castillo y se disculpaba con pesadez con su prometida, la princesa Manon Gladious, por ausentarse durante los preparativos de la boda a la cual le otorgaba completa autonomía para que hiciera y deshiciera los planes de la ceremonia a su antojo —sin utilizar esa palabra—. Anunció también que el compromiso de la princesa Arden iba en buenos vientos, intentando sonar más esperanzado de lo que realmente estaba y firmó el pie de la hoja mientras imprimía el sello del copo de hielo de Valmeria sobre la cera derretida.

Un príncipe para el príncipe (ya disponible en físico)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora