Iria era una universitaria como cualquier otra, completamente normal a ojos de los demás. Algo que la destacaba era que nunca se había metido en un solo lío, hasta esa noche.
De un día para otro, estaba en una fábrica de peleas clandestinas con su m...
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Iria
—¡Bájame, pedazo de bruto! —chillé como desquiciada una vez más, mientras la gente que me rodeaba ignoraba mis gritos de socorro y al chico que me sujetaba no parecían afectarle las patadas y manotazos que le estaba dando.
Su extraña manera de comer tarta consistía en haber atrapado mis piernas en sus brazos y apoyar mi abdomen en su hombro. Me llevaba cargada como un saco de patatas, y yo me revolvía incansablemente para que me soltara de una vez por todas.
—Estate quieta de una vez —bufó molesto, dejándome en el suelo bruscamente.
Me tambaleé unos instantes por la bajada precipitada, sintiendo cómo la sangre acumulada en mi cabeza volvía a recorrer el resto de mi cuerpo. Después, le propiné un golpe en el hombro del que se rio como si fuera patética.
—Qué mona eres, ¿quieres un peluche?
—Pareces un crío maleducado —bufé irritada—. ¿¡Por qué demonios has hecho eso!?
—Para traerte hasta aquí —giré la cabeza como un búho al ver a Clare, sonriendo de oreja a oreja—, aunque debo admitir que tiene unos métodos poco ortodoxos.
—Pero prácticos —añadió Dylan, con una sonrisa ladeada en su rostro.
Me percaté de que Julen no se encontraba con Clare y su amigo, pero no dije nada. Estaba demasiado ocupada poniéndome como un tomate por sus comentarios y la sonrisa triunfal del que estaba a mi lado.
—Muchas gracias por traerla, Lucas —añadió Dylan—. Has peleado genial, amigo.
Así que se llamaba Lucas el gorila que me había traído a cuestas y que golpeó como un bestia a ese pobre boxeador en el ring. No sé por qué, su nombre me pareció perfecto para el tipo de chico que era. Misterioso y embaucador...
—Gracias, hermano. —Ambos jóvenes chocaron las palmas de sus manos y se unieron en un abrazo que duró medio segundo—. Esperaba encontrar a Julen, ¿no ha venido?
De repente, el rostro de mi amiga palideció, y unas tímidas lágrimas inundaron sus ojos verdes. Me acerqué a ella, ignorando la mirada del tal Lucas sobre mí.
—¿Clare?
Me miró y mi mundo pareció venirse abajo. Esa mirada era única en ella: el corazón roto y las expectativas por los suelos.
—Tengo que contarte un par de cosas —musitó.
Asentí, indicándole que podía decirme qué había ocurrido en mi ausencia, pero Dylan intervino:
—Luego habláis, chicas. Antes tenemos que irnos de aquí.
Lucas asintió dándole la razón, y se fue caminando rumbo a una oscuridad penetrante e inquisidora en el campo que rodeaba la fábrica. Pronto volvió con un flamante BMW de gama alta de color naranja. Nada llamativo, lo típico en un boxeador, ironicé mentalmente. Bajó la ventanilla y mostró una sonrisa aduladora.