Iria era una universitaria como cualquier otra, completamente normal a ojos de los demás. Algo que la destacaba era que nunca se había metido en un solo lío, hasta esa noche.
De un día para otro, estaba en una fábrica de peleas clandestinas con su m...
¡Ay! Esta imagen no sigue nuestras pautas de contenido. Para continuar la publicación, intente quitarla o subir otra.
Lucas
El camino estaba lleno de curvas y baches. El polvo que había en el asfalto lo levantábamos nosotros cuando Betty atravesaba la arenosa carretera, y no me podía ni imaginar cómo estarían las maletas cuando se terminara el trayecto. Zack había puesto la radio porque nadie hablaba. Me daba la sensación de que ese hombre no tenía ganas de entablar conversación conmigo y no entendía por qué. No me conocía ni sabía nada de mí, y a menos que Iria le hubiera contado toda mi vida, no tenía motivos para odiarme.
Finalmente, llegamos a nuestro destino. Era un rancho extenso y de tierras rojizas y polvorientas. Parecía, literalmente, el salvaje oeste, y me hacía gracia imaginar que a las doce salían de las casas a batirse en duelo. Era un pueblo de varias casas, aunque no más de veinte, y en un círculo se reunían cuatro casas alrededor de un viejo pozo tapado por una placa de metal. Todas eran diferentes, pero Zack detuvo la camioneta en frente de una casa azul, con la pintura gastada y la madera roída y seca. La casa era sencilla; en la fachada había un porche con columnas de madera sujetando un techo de tejas negras, dos pisos con ventanas tapadas por cortinas blancas con bordados y un aspecto lúgubre y a la vez familiar.
Iria se bajó del vehículo sin que Zack hubiera parado el motor. Tenía una sonrisa en la cara que hizo que mi corazón palpitara entusiasmado. Subió tres escalones chirriantes y recorrió el porche.
—¡Habéis quitado la mesa! No me lo puedo creer —exclamó, falsamente ofendida—. Este era mi lugar de juegos favoritos.
Zack apagó el motor de la camioneta y ayudó a mi madre a descender. Quién diría que era todo un caballero, al fin y al cabo. Yo también bajé y me acerqué a las maderas que separaban el porche del suelo. Me quedé mirándola desde abajo.
—Me han quitado mi mesa de juegos —dijo sonriendo—. Cuando era pequeña, todos los veranos me salía a jugar aquí fuera con los vecinos, y la mesa era algo diferente cada día —suspiró entusiasmada—. Una vez fue un barco, otra un fuerte...
—¿Te sientes feliz por haber vuelto?
—Muchísimo.
—Entra, cielo, y ve a saludar a tu madre —dijo entonces Zack, acercándose a mí por la derecha—. Tu chico y yo bajaremos las maletas mientras. Entra tú también, María, hace mucho calor aquí.
Mi madre me miró de soslayo, pero entró a la casa la primera. Iria me dirigió una mirada que sabía lo que significaba: cuidado con mi padre. Comprendí que había sido una treta para hablar conmigo a solas, y mis sospechas se confirmaron cuando nos acercamos a la parte trasera de la camioneta para bajar las maletas.
—Mira, Lucas —comenzó, e hice un gran esfuerzo para no rodar los ojos; odiaba esas charlas—, no tengo nada en contra tuya, pero no me gustas. Me da igual que seas tú, o cualquier otro, nadie merece a mi hija. Ella necesita un buen hombre, que la trate bien y la respete como mujer, y tú... no tienes cara de ser buen trigo. No te lo tomes como algo personal.