Inocencia perdida.

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Como una forma de levantarme el ánimo, y para intentar que utilizara mi tiempo en algo más útil que idear distintas formas de castigarme, mi hermana me propuso que armáramos un site para ayudar a chicos con problemas. «Te pasas todo el día en la máquina, ¿por qué no la usas para algo útil?», dijo. Me tentó la idea de jugar a la psicóloga con otros; aunque la terapia a mí no me sirviera de mucho, quizá lo aprendido en tanto tiempo de aplastar el traste en la silla frente a esa gente diplomada lo pudiera usar ahora. Así nació el flog «Ayúdame a ayudarte» y me interné en la compu más que nunca, me pasaba el día entrando en flogs y foros y donde encontraba a alguien que estaba mal lo agregaba al msn. Mi hermana después se borró y me largó sola, porque tenía que estudiar y no le quedaba tiempo.

Con este método me hice de muchos amigos ocasionales a los que les di una mano, con problemas de todo tipo, familiares, sentimentales, de anorexia o bulimia. A los únicos que no podía ayudar era a aquellos que tenían el mismo problema que yo, me ponía muy mal no saber qué decirles, cuando ni yo misma encontraba las palabras para calmar mi dolor. Ése fue un pasatiempo que disfruté mucho porque, al menos por momentos, me sentía útil para alguien.

Sebastián fue uno de esos casos, y, a pesar de no poder ayudarlo, nos consolábamos mutuamente en las crisis, y nos hicimos amigos. Nos entendíamos perfectamente, teníamos casi la misma edad, él sufría de depresión, se cortaba y se odiaba porque se consideraba un inútil y creía que nadie lo necesitaba, que lo pasaban por encima, inclusive su propia familia, porque era muy retraído. Le gustaban las mismas canciones que a mí, las mismas bandas, opinábamos lo mismo de la vida, deseando por igual la muerte. Aun así decía que cuando chateábamos, o escuchaba mi voz, la muerte le parecía de lo más estúpido, que añoraba vivir siempre y cuando estuviera a su lado.

Angustiada porque aún extrañaba a Diego, lo llamé. Me venía aconsejando desde la primera vez que le había contado sobre mi relación: debido a la diferencia de edad, seguramente tenía otros intereses conmigo. Obvio que no le importaba que yo fuera un barril, mi valor para él era, únicamente, mi virginidad. Que era un pajero y un boludo recibido que no me merecía, que yo merecía algo mejor. Me dolió aceptar lo que me decía, pero tuve que reconocer que tenía razón. Sebas era muy especial, pero ni por asomo me hacía abstraerme de la realidad como lo hacía Diego con sus ocurrencias, más bien nos apoyábamos por el dolor que padecíamos ambos.

Me pidió que dejara de llorar, que se quedaría en el teléfono todo el tiempo que fuera necesario hasta que me calmara, porque me quería mucho y le hacía mal escuchar mi llanto.

Le conté, mientras tragaba angustia, que Diego no me había perdonado, que me había insultado, maltratado (ahí lloraba a moco suelto), que era un estúpido pero que igual lo quería, y no podía dejar de hacerlo. Que me sentía más fea y horrible que nunca y no merecía vivir. Ésa era la conclusión a la que llegaba luego de cada caída, parecía que me gustaba estar mal, pero no podía hacer otra cosa que vivir revolcándome en mi dolor (real o inventado) continuamente.

—Giu, que él no te trate como a una reina no significa que no lo seas. Aunque te trate como a una basura, vos no sos nada de eso, al contrario. —¡Decís eso porque no me conoces! —gritaba yo.

—Te conozco desde tiempo atrás y, si bien no personalmente, me bastan las charlas por teléfono todos los días, las conversaciones por msn a cada hora, para saber que sos una hermosa persona. Tenes muchas cosas buenas, sólo hace falta pulirlas, pero, aun así, das luz, incluso en tus momentos de crisis.

Sus palabras me tranquilizaron, más que nada por saber que contaba con él. Me sequé las lágrimas porque tampoco daba que siguiera llorándole al teléfono, pobre pibe ya tenía demasiado como para tener que soportar a una loca como yo. Seguimos hablando de boludeces, me hacía chistes como para que me olvidara del motivo por el que lo había llamado. Me despedí porque me estaba quedando dormida, era tarde y además me ardían los ojos de tanto llorar. Al día siguiente me mandó un mensaje preguntándome cómo estaba, cómo había amanecido, que lo disculpara por la hora (eran las diez de la mañana, madrugada para mí, imagínense, estaba en el quinto sueño) pero que se había quedado preocupado ya que, si bien hacía bromas, del otro lado del teléfono se mordía los labios rogando que no me mandara alguna macana.

F.I.L.O.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora