iColorado el 15!

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Cumplía quince años y, como siempre mis cumpleaños fueron traumáticos, pensaba que éste no iba a ser la excepción. No podía olvidarme cómo me escondía de la gente en los maravillosos salones que alquilaban mis papas en cada cumple. Quizá les tenía miedo a todas esas personas, pero más le temía a lo que ellos podían llegar a pensar de mí. Imaginaba que estaban esperando el momento preciso en que atacase la torta, haciéndome pasar por una gorda feliz. No me daba cuenta de que mis actitudes no ayudaban mucho, que me daban una imagen de nena caprichosa y malcriada que no valoraba el esfuerzo de los padres. Pero ésa no era la realidad; lo valoraba, aunque no podía disfrutarlo ya que me pasaba toda la fiesta llorando. No entendía cómo todos festejaban con alegría mientras yo, lo mínimo que tenía ganas de hacer era tirarme debajo de un tren. Tenía pensado no festejar nada, porque recordaba todo eso. Pero lograron convencerme, prometiéndome que si hacía, al menos, una fiesta sencilla iban a regalarme una computadora nueva (de las mejores en ese momento) y un perro chihuahua. Me entusiasmé con la idea; amaba a los animales, y a ese perrito en particular lo había visto por Internet, y necesitaba la compu para simular normalidad ante el resto de mis compañeros, ya que si no tenías la mejor computadora en esa escuela, no eras aceptada. Aunque, créanme, después de tenerla me seguían rechazando. ¡Cómo me arrepentí de haber aceptado! Mi familia completa se puso en marcha, dándome la pauta que lo de la fiesta «sencilla» había sido un verso para convencerme, pero ya no podía echarme atrás. Me daba lástima ver a mi mamá y a mi abuela tan ilusionadas ocupándose de todos los detalles. Ellas eligieron las invitaciones, el fotógrafo y los souvenirs, mientras que mi papá y mi abuelo Mario se ocupaban de contratar la residencia y el servicio de comida. Querían que fuera todo perfecto para que yo me sintiera una princesa, así que había que elegirme un vestido «adecuado», y cuando digo adecuado no es por la fiesta, sino por mi gordura y por mis marcas en los brazos. Me probé media docena de modelos, ninguno me gustaba. ¡Ojo! Eran preciosos, simplemente no me sentía cómoda con ese disfraz, quería ponerme mi ropa habitual, un jogging y un remerón. Así que ellas terminaron eligiendo por mí, y las dejé hacer, ya estaba jugada, con la única condición de que no me vestiría de blanco, no quería parecer un termotanque, algún derecho humano conservaba.

Contrataron a una modista para que me lo hiciera a medida... A medida que pasaban las semanas, y se acercaba la fecha, la pobre mujer tuvo que soltar las costuras varias veces para ampliarlo porque, al revés de lo que sucede con la mayoría de las chicas en estos casos, yo comía aún más por los nervios que me causaba todo ese circo en el que no era la chica del mago ni la trapecista, sino el payaso idiota al que todos abucheaban.

La elección final fue un vestido rojo de satén y gasa (¿quién les dijo que a los pelirrojos el colorado nos queda bien?) sin hombros pero con un bolero de mangas amplias que tapara mis cortes, con un corset lleno de alambres duros para que me aplastaran y disimularan los rollos y que me complicaba la vida para respirar, y una pollera acampanada que levantaba en un costado y de la que salían cientos de voladitos.

Querían que fuese una onda gitana. CERO onda, ¡¡parecía un matafuegos!!, aunque tengo que reconocer que estaba más linda de lo que suponía que iba a quedar (un verdadero milagro).

La fiesta sería un mes después de la verdadera fecha de mi cumpleaños, ya que no habíanconseguido lugar en el salón para antes. Se acercaba el 18 de abril y, si bien no esperaba nada de nadie, era imposible no sacar estadísticas de cuántas personas se acordarían que ese día cumplía quince años. La noche anterior había ido con una compañera de escuela a un recital; llegué pasada la medianoche. La casa estaba oscura y todos estaban durmiendo, así que también me fui a dormir, desilusionada porque no me habían esperado para saludarme. Apenas había cerrado los ojos cuando escuché una voz familiar, cantando, y una guitarra que lo acompañaba. Me levanté, abrí las cortinas de la ventana y vi a mi papá cantándome una serenata, a mi mamá casi llorando, y a todo el resto de la familia, aplaudiendo. Bajé, emocionadísima, les di las gracias, me dieron un ramo de flores, y mi prima me entregó el perro chihuahua, que entraba en su mano y todavía sobraba lugar, ya que era un cachorrito de sólo cuarenta y cinco días al que llamé «Rocky». Entramos todos y, en la cocina, había un servicio de lunch preparado sobre la mesa, y una torta. Comimos algo y, para sorpresa de todos, soplé las velitas sin esconderme ni llorar. Un momentito de paz y felicidad que me duró hasta que me crucé con un maldito espejo, y supuse que ningún chico sin miopía bailaría conmigo el vals.

F.I.L.O.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora