Casi ángel.

676 16 1
                                    

Después de aquella vez en la que me clavé el compás, alterando a todo el colegio y a mi familia, mis padres me llevaron a consultar con Eduardo, el psiquiatra para adolescentes que nos había recomendado el médico clínico. Para mí, uno más que iba a sentarse a escuchar, sin interés, mi historia que yo contaría con menos interés todavía. Pero sabía que al ser médico psiquiatra podría darme pastillas, y eso me motivó a poner buena onda, ya que me pareció una nueva, y atractiva, manera de matarme.

En la primera entrevista mis papas tenían miedo de confesarle qué me pasaba, no querían que dudara del trato de ellos hacia mí, ni tampoco que pensara en la posibilidad de que existiera un grave problema en la familia que pudiera ocasionarme tanto drama. En otras palabras, no querían sentirse responsables de mi problema.

Creo que debe ser difícil para un padre que un hijo no quiera vivir, y ya no sabían qué hacer conmigo, ni yo con su desesperado intento de salvarme.

De movida me cayó mal. Lo comparaba con la dulzura de Cecilia, mi ex psicóloga embarazada, y sus caras de horror ante mis cicatrices. Pero a Eduardo no se le movía un pelo cuando le decía que estaba planeando mi muerte porque mi vida era una mierda y nadie me quería. Sus respuestas, desde el otro lado del escritorio, por supuesto, eran sin emoción. «¿Ah, sí? Mira vos, y ¿por qué?» Su falta de preocupación por mí me daba ganas de no verlo nunca más pero, como les había advertido a mis papas que se tomaría unas cuantas sesiones para analizarme antes de recetarme la medicación, trataba de bancármelo.

En la tercera sesión, no soporté más su cara de nada ante mis relatos, que yo intentaba hacer más trágicos para ver si lo conmovía, y le escupí con rabia:

—Te odio, sos un insensible —lo acusaba.

—Es entendible, no me conoces —me respondió con calma ante mis ataques.

¿Y por qué te tuve que conocer? Me pregunté tiempo después. Quién hubiera pensado que, gracias a esa odiosa entrevista, iba a conseguir pasar los ratos más lindos de mi penosa existencia. Él había llegado a mi vida como un milagro inesperado.

¿Quién hubiera dicho que ese psiquiatra viejo (aunque por momentos bastante inmaduro) iba a convertirse en mi ángel? Empezó con una chispa de amor desde esa vez en la que le pedí que fuera más humano y demostrara sus emociones ya que, de lo contrario, nos congelaríamos con tanta frialdad.

A partir de ahí su cambio de actitud fue evidente, comenzó a abrirse y a tratarme con más dulzura. Ya no nos sentábamos enfrentados con el escritorio marcando el límite entre ambos, él, el profesional frío que me analizaba, y yo la adolescente loca y suicida que no encontraba su lugar en este mundo. Me pedía que me pusiera cómoda y nos ubicábamos los dos en el sillón de su consultorio, como buenos amigos, y él arrancaba preguntándome con su tono más dulce «¿Como te sentiste hoy, hermosa?», haciéndome creer que era alguien especial. Me empecé a sentir mejor con él, pero eso, en lugar de motivarme, me angustiaba un poco, porque cada día me acercaba más a ese hombre que me conmovía por sus frases y sus gestos, como una tarde en la que, acariciándome una de las mejillas, me dijo que disfrutara de esa piel porque parecía una porcelana.

En esos momentos andaba angustiada, entre otras cosas, por mi ruptura con Diego. Cuando, llorando, le contaba sobre él, me abrazaba y me repetía que me calmara, que estaba ahí para ayudarme a salir adelante. Intentaba convencerme de que no tenía que seguir haciéndome daño por alguien que no era para mí, que no era buen tipo y no me valoraba. Me explicó que la relación que yo creía tener con Diego no existía más que en mi cabeza por mi necesidad de aferrarme a alguien, pero que en la realidad era algo llamado «relación platónica». No se olviden que había largado el colé justo antes de empezar a cursar Filosofía, y no sabía a qué se había dedicado ese señor Platón, así que me quedé con ese nombre raro sin llegar a comprender qué tenía que ver Diego con un plato gigante, hasta que lo busqué en Google y entendí. Igual, platónico o no, seguía haciéndome pelota en su nombre cada vez que podía, porque estaba claro que para mí el amor era sufrimiento (para ser sincera, todo lo era, y si no existía un motivo válido lo inventaba, ya que el único objetivo era tener una excusa para morir). Pero, de a poco, con sus demostraciones de cariño, Eduardo consiguió ayudarme a superarlo, claro que yo no sabía que estaba reemplazando a un sexópata cibernético por un hombre maduro, soberbio y más psicótico que yo, a la que se suponía que debía ayudar.

F.I.L.O.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora