Espejo versus yo. (La capa infeliz)

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Habíamos consultado con otro psiquiatra muy reconocido por hacer terapia familiar, y así tener una segunda opinión sobre mi «problema». No me gustó desde que lo vi, lo odiaba, el muy infeliz quería convencerme de sacarme la Gillette. Terminó de ganarse mi odio absoluto cuando mi hermana, en una de las pocas sesiones a las que fuimos, le dijo «Ella cree que es fea».

El tarado ése se tomó unos segundos para pensar en su respuesta mirándome fijo «Y... tiene lindos rasgos... Pero está GORDA», contestó. Gorda y boluda por estar acá... Le contesté, era tan obvio ese idiota que después de ese comentario no quise volver a pisar su consultorio. Que se metiera su segunda opinión donde mejor le pareciera y a mí me dejara tranquila con mi Gillette y mis kilos.

Sé que estoy gorda, es duro y no es fácil aceptarlo. No es fácil tener que escuchar los «gorda» por la calle, no es fácil tener que usar siempre la misma ropa porque nada de lo que venden te entra, no es fácil visitar a alguien, porque algún desubicado te dice «che, estás regorda». ¿Para qué mierda lo dicen? Salta a la vista y al disgusto de las caras que me miran, que me castigan mejor dicho.

Eso de la «gordita feliz» es un invento de alguna que tenía una gran capacidad de optimismo y varios kilos encima y se dijo: «Voy a hacerle creer a todos los que me rodean que soy feliz», entonces se puso a comer desaforada ante una flaca espárrago con su ensalada para darle envidia, claro que la otra estaría contestándole mensajes a su novio musculoso...

Díganme ustedes cómo harían para ponerse de pie frente a ellos y decirles simplemente que, aunque mi grasa sea evidente, todos y cada uno tienen defectos horribles, y el peor es burlarse de los problemas ajenos. Además, en mi caso, muchas veces no comía por gusto sino por contenerme las ganas de cometer un asesinato en serie con algunos cuyo mayor hobby era pegarle a la gorda...

Para colmo, en la escuela no faltaba la oportunidad para bombardearnos a nosotras, las feas y gordas. Se hacían desfiles con el fin de juntar plata para viajes o fiestas de egresados. A veces, como eran muy pocas las chicas de un curso que se animaban a desfilar, llamaban a otras de grados más bajos que, aunque fueran más chicas, no dejaban de poseer maravillosa y envidiable belleza. Entonces yo veía a casi todas las pibas de mi curso charlar sobre qué tapado de piel se pondrían, qué minipollera usarían (cosa que pudieran lucir sus piernas de atletas) usarían; imagínense yo, descolgadísima total. En mi afán de pasar inadvertida en esos momentos me iba al patio de la escuela a comer un Milka y pensar: «al menos ellas no pueden hacer esto tan seguido como yo», estaban condenadas a la lechuga y al mal humor de la falta de calorías, y además, pensaba, un buen cuerpo no garantiza la felicidad. Cuando regresaba me sentía una estúpida total al advertir que los varones corrían la cabeza cuando pasaba como si les molestara el mastodonte que se movía entre los bancos con dificultad hacia el fondo, tapando por un instante la visión de las winners.

Murmuraba por dentro «trágame tierra» (eso sí, abrí bien la boca porque yo, semejante gorda, no soy fácil de digerir). Aun siendo gorda no quería cambiar, sabiendo que eso implicaría dejar de comer. Veía a la comida como algo sagrado. No comer una tarde, una noche, un día, para mí era fatal. Empezaba a ponerme de mal humor, a sentirme mal, creía que si no comía un día iba a desnutrirme y morir ahogada en el vacío. ¡Ja! Me iba a llevar años morirme con toda la recarga de grasa que tenía encima. Y si por «x» motivo no podía comer hoy, entonces me proponía que mañana, de la bronca, me comería todo lo que el día anterior no había podido comer. Comía por ansiedad; vivía ansiosa constantemente esperando la belleza, la perfección, el amor, todo eso que nunca había llegado y que obviamente jamás llegaría por mi estado. Sin embargo, siempre fui bonita para los míos, o de eso intentaban convencerme. Yo, depresiva, tenía que soportar que todo el mundo tratara de elevarme la autoestima diciéndome cualquier cosa, mintiéndome sin parar. «¡Oh, estás más flaca!», cuando la grasa se peleaba con la celulitis a ver cuál de las dos podía tomar más partes de mi cuerpo.

F.I.L.O.SDonde viven las historias. Descúbrelo ahora