Ese fin de año lo pasamos en casa. Mamá había preparado el menú, desde principios de mes. Una semana antes ya estaba cocinando (evitó el pollo con hierbas). Uno de los motivos de celebración era mi ingreso al Nacional Buenos Aires.
Cuando llegó el 31 de diciembre todo parecía estar en orden, mi madre no había dejado ningún detalle librado al azar. Todo
estaba planificado.Al llegar Ezequiel, sólo con verlo, me di cuenta de que hay cosas que no se pueden prever. Había adelgazado mucho desde la última vez que estuvimos juntos, poco más que un mes atrás, su mirada no tenía brillo, se lo veía débil.
Y él lo sabía.Mis padres, como siempre, se empeñaron en hacer de cuenta que nada sucedía. Pero la verdad era tan evidente, que por primera vez les agradecí sus esfuerzos
vanos.Comimos en silencio. Cada vez que alguien intentaba entablar una conversación, se interrumpía a sí mismo, aún dejando la frase por la mitad.
Esta vez no era yo solo el que veia la sombra del ave de rapiña volando en círculos sobre la mesa familiar.
Terminamos de comer pasadas las once. El tiempo que pasó hasta el momento del brindis fue eterno.
Fue la segunda vez que tomé champagne. En el momento de las doce campanadas, toda la familia levantó sus copas. Pero, ¿cómo desearle feliz año a alguien que probablemente no lo termine?
Me acerqué a Ezequiel y le dije un "te quiero" apenas susurrado. El me abrazó y me dijo: "Yo también".
Era todo lo que necesitaba oir.
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Los ojos del perro siberiano
Teen FictionHay cosas de las que es mejor no hablar. Eso cree la madre y el padre de Ezequiel. Pero su hermano menor quiere saber que pasa, entender por qué Ezequiel está enfermo y por qué hay una parte de la familia que eligió abandonarlo. Los pocos encuentros...