Como un alma dañada vagaba perdido entre la ásperas sombras, mientras la brisa furiosa advertía el próximo peligro.
Nefasto era el silencio que bañaba las calles llenando de una falsa calma a los habitantes. Pues ninguno se esperaba la visita de la muerte.
Sigiloso se desplazaba entre las penumbras, negando la existencia de la vida. Comiéndose la excitación del asecho, esperando a encontrar a la presa. Y como ave se regocija ante el descubrimiento de dos pobres individuos, que al igual que el se hallaban escondidos.
Demasiados ocupados se encontraban entre sus fugaces caricias que no fueron conscientes del peligro, no hasta que este salto a su encuentro con la gracia de un ser divino. Y entre crueles y vacíos ojos vio como sus propias manos arrebataban la vida.
Tan hambriento que con bestiales mordidas desgarro de los huesos la carne humana, saboreando su sabor como un adicto. Nunca sintiéndose lleno, siempre sediento de la sangre. Siempre muriendo de hambre.
Y una vez acabando, con ambos cuerpos inertes en el suelo, en aquel lecho de nieve roja carmesí, contempló aburrido lo que alguna vez fueron dos vidas apasionadas. Sus ojos aun abiertos se hallaban el uno al otro, por que incluso horrorizados jamas dejaron de llamarse. Dos enamorados ya perdidos por la muerte.
Con callada calma se asomó para quitar las retinas de sus cuencas.
En alguna época, que apenas encuentra entre sus memorias llenas de neblina. Sabría con cuánto apreció tratarlas. Por que los ojos fueron alguna vez regalos para su enamorado.
Pero hoy, ciertamente dañado por la tracción, o la conciencia de lo mismo. Solo le producían una horrible incomodidad en su marchitó pecho.
Fue por eso que salió a cazar, saciando su hambre. Molestó con aquel que amo como un niño.
Pero ya no era un niño y el hambre le era mucha.