La princesa ___ Olivia Ann Thorne estaba sentada recta como una vela entre su padre y su tía Fara. Estaban en la mesa presidencial y miraban a la gente de Llandaron que comía, bebía, bailaba y disfrutaba. Esa noche, con la única ausencia de Alex, el hermano mayor, celebraban el regreso de Maxim, el hermano más joven y de su esposa Fran que habían pasado una larga luna de miel. La familia también celebraba la maravillosa noticia del embarazo de Fran. Celebraban el amor.
La orquesta de doce músicos tocaba alegres canciones y el aroma a cordero asado y brezo creaba un ambiente de dicha en la sala de baile.
Sin embargo, ___ sentía una pesadumbre gélida.
Miró a su hermano y a su nueva cuñada bailar muy agarrados, mirándose fijamente a los ojos y con sonrisas de intimidad.
Todo el mundo podía darse cuenta de lo mucho que se amaban. ___ no les reprochaba tanta felicidad. En absoluto. Adoraba a su hermano y tenía un gran concepto de Fran. Solo quería sentir algo de aquella felicidad y de aquel amor.
—___, hemos prolongado un mes más tu viaje por Europa Oriental.
El estómago de ___ se encogió al oír las palabras de su padre. Había vuelto de Australia hacía tres días y su secretaria ya le había programado salir a Rusia dentro de una semana.
Además, le añadían otro mes.
—Estás pálida, ___, querida —comentó su anciana tía Fara con los impresionantes ojos violeta entornados por la preocupación.
El imponente hombre de pelo blanco acarició la mano enguantada de su hija.
— ¿Te pasa algo?
—No, padre.
La máscara de princesa imperturbable luchaba contra la mujer inquieta y arrojada que había en lo más profundo de ___. Algo había empezado a languidecer en su alma y en su corazón durante los últimos meses. La insatisfacción aumentaba con cada viaje. Naturalmente, le gustaba mucho su tarea y sobre todo las obras de caridad, pero estaba agotada.
___ se levantó y dejó la servilleta junto al plato que no había probado.
—Estoy muy cansada. Si me disculpa, padre, Fara...
Casi ni siquiera esperó a que ellos asintieran con la cabeza.
Salió de la habitación con una elegancia natural producto de su educación, atravesó el vestíbulo vacío y subió las escaleras con el vestido color lavanda rozándole las piernas temblorosas.
Necesitaba intimidad después de meses de viajes muy controlados, de protocolo inflexible y de atender a la prensa. El refugio silencioso, aunque temporal, de su dormitorio le parecía el paraíso.
Sin embargo, alguien la tapaba el camino hacia la habitación.
—Esa melena y esos ojazos amatista...
En el descansillo había una mujer corpulenta, encogida por la edad, con un vestido largo y recto color rojo y púrpura y uno collares con cuentas de color naranja pálido. ___ no sabía quién era.
—Ya le dije a tu madre que serías así de hermosa, muchacha.
___ se agarró a la barandilla.
— ¿Conoció a mi madre?
—Sí. Conocí a la difunta reina —la mujer sonrió con un gesto cínico—. Cuando tú eras un guisante en el vientre de tu madre, le pedí a su Alteza Real que me permitiera leer tu futuro, pero ella rechazó mi regalo. Se rio de mí, eso fue lo que hizo.
El rencor de la mujer se mostró claramente, aunque con tono apaciguado. ___ sintió una inquietud extraña.
— ¿Quién es usted?