Harry se despertó sobresaltado, se soltó de Ángel y alcanzó la pistola.
No tenía ningunas ganas de abandonar su calidez, su suavidad y su desnudez, pero había oído algo que se movía fuera. Seguro que era un animal, pero no iba a correr riesgos.
Se levantó de la cama y solo se puso unos vaqueros. Vio que el reloj de la cocina marcaba las diez en punto de la noche.
Lanzó una mirada fugaz a su bella durmiente. El tiempo volaba cuando estaban juntos y nunca le parecía suficiente.
Se dirigió hacia la puerta preguntándose si alguna vez sería suficiente. Salió y notó el aire fresco con olor a pino. Llevaba la pistola en alto, los ojos bien abiertos y la cabeza inclinada para escuchar el chasquido de una rama, el crujido de unas hojas o quizá un par de voces con acento extranjero.
Tenía los músculos en tensión, los sentidos aguzados y la mente despierta. Escrutó en la oscuridad y se juró que si alguien se acercaba a menos de cuatro metros, se ocuparía de ellos sin ningún problema.
No había nadie en el pequeño patio delantero. Solo se oía la incesante cháchara de los grillos, el ligero relincho del caballo en el establo y el rumor de las hojas arrastradas por el viento.
Sin embargo, no bajó el arma.
Si hubiera estado solo y hubiera oído un ruido, habría entrado en la oscuridad, habría seguido el astro del ruido y habría resuelto el asunto. Sin embargo, no estaba solo y no iba a abandonar el porche.
No iba a abandonar a Ángel.
Le preocupó aquella necesidad apremiante de protegerla. Aunque también era verdad que era un protector por naturaleza y profesión. Tenía el instinto desde siempre, pero desde que ella había aparecido en su vida y lo había mirado a los ojos para derretirle las entrañas, el instinto de protección había superado todos los límites.
Sentía algo profundo por la mujer que estaba en su cama, una de esas cosas tiernas de las que no hablan los hombres. Sobre todo cuando ella no iba a quedarse cerca durante mucho tiempo.
Una punzada gélida, amarga y afilada le atravesó el corazón. Tendría que acostumbrarse.
Sin embargo, iba a cerciorarse de que ella se marchara sana y salva cuando llegase el momento.
—¿Harry…?
Harry apretó el arma con fuerza. Siempre la había oído o la había sentido cuando se acercaba a él de aquella forma tan discreta.
Pero esa noche no lo hizo.
Estaba perdiendo facultades.
Se volvió bruscamente. Ella estaba en el porche, descalza, con los rizos sobre los hombros y la piel resplandeciente. Llevaba puesta una camiseta suya; solo la camiseta. El algodón azul llegaba justo por debajo de aquel punto tan dulce que había saboreado en el río y que estaba tan caliente en el agua fría. Notó un hormigueo en el vientre.
—Vuelve dentro, Ángel.
Ella miró la pistola que tenía en la mano.
—¿Qué pasa? ¿Qué haces con eso?
—He oído ruidos.
—Seguramente sea un animal.
—Seguramente, pero no voy a correr riesgos —señaló la puerta de la cabaña—. Por favor, vuelve dentro.
—No lo haré sin ti.
— ¿Por qué eres tan cabezota? Solo intento mantenerte sana y salva.
—No quiero que nadie resulte herido.