apodologia de sharon

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Los moretones que él pinto en su rostro eran como la obra de un artista
primerizo: sin exactitud, sin idea, pero con toda intención.
Él llegaría cerca de las once, con su máscara de borrachera y frustración,
exigiendo su cena con despotismo, lanzando quejas a la intemperie: una cuchara
sucia, una sopa fría, una silla mal posicionada. Si hallaba un pretexto ingenioso,
seguro la golpearía. Hoy sería la última vez…
«Buenos días amor mío, ¿están muy ajustadas esas cuerdas? Perdóname por
amarrarte, es sólo que no quiero que salgas corriendo. Te he amordazado sólo
por precaución, tus palabras podrían obstruir mis pensamientos, y en este punto
necesito claridad. Tu ropa está planchada, la mesa limpia y mi corazón roto.
Solía creer que estaba loca por ti, cuando en realidad, he enloquecido a causa
tuya. No es lo mismo, lo he meditado toda la noche».
Él paseó los ojos por la habitación, atado de pies y manos. Cuando por fin
descifró la escena, el pánico le mordió el cuello.
Ella tarareaba una canción aparentemente triste mientras regaba líquido sobre
la cama. De inmediato, él olfateó un perfume ácido que raspaba su nariz: era
gasolina.
Se desató una estampida de chillidos indescifrables desde un par de labios
inmovilizados. Los ojos vidriosos de Sharon proyectaban la mirada de una
muñeca harta de ser azotada. Y esos mismos ojos húmedos y tiritantes, en el
punto más dramático, se posaron en él, en búsqueda de comprensión, en espera
de algún signo de arrepentimiento. Pero aquel hombre no pudo captar el
mensaje. Y eso lo destruiría.
“¿Por qué he aguantado tantos años a su lado?”. Por amor. Ése era un
argumento viable, y al mismo tiempo, la excusa más cobarde.
La muerte se paró detrás de ella, sostuvo su mano delicadamente, y le ayudó a
encender un fósforo…

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