carrito de los tesoros

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La pequeña jugaba en el campo cuando una voz llamó su atención.
Siguió el sonido y llegó a un pozo que estaba a la altura del suelo. Era viejo y
ya nadie lo usaba. Se asomó y encontró a un hombre herido en el fondo. La gran
estrella que le cubría el pecho le pareció curiosa.
El hombre la miró con alivio y le preguntó su nombre y su edad para iniciar
una charla. La desesperación se le asomaba en el rostro, pero intentaba mantener
un tono dulce para que la niña no se fuera.
«Jugaremos a la misión secreta. Debes traerme comida de inmediato, pero no
puedes decirle a nadie o si no perderás el juego», dijo el hombre notablemente
alterado, a pesar de su intento por disimularlo.
La niña regresó a su pequeña casa ubicada no muy lejos del lugar. Al llegar,
halló a su padre llorando en los escalones, últimamente siempre lo hacía. Se
metió a la casa sin que él pudiera verla y se asomó a uno de los cuartos buscando
a su madre. Ella no estaba, hacía días que no la veía, ¿cuándo iba a volver?
Estaba anocheciendo, así que la niña dejó de lado la misión secreta.
Al amanecer, tomó su carrito de los tesoros, un carrito en el cual llevaba todo
tipo de cosas curiosas: unas corcholatas, una enorme canica, una muñeca, la
navaja de su padre y una piedra muy rara que se había encontrado. Fue a la
cocina y agregó a su carrito dos panes, una bolsa de galletas y una cantimplora
que llenó con leche fresca. Salió de casa y tomó la misma ruta del día anterior.
Cuando regresó al pozo, el hombre estaba irritado por su tardanza, pero no hizo
ningún tipo de reclamo para no echar a perder su oportunidad. La niña le lanzó
las provisiones y miró de nuevo la gran estrella en su pecho mientras él comía
desesperado. Estaba fascinada por aquella figura.
En cuanto el hombre terminó de alimentarse, le dio una nueva misión. «Ahora
debes traerme la cuerda más larga que encuentres, pero recuerda que no puedes
decirle a nadie o pierdes el juego».
La niña regresó a casa poco después de mediodía. Esta vez, su padre la recibió
con un abrazo intenso y se desplomó en llanto mientras le besaba las mejillas.
«Nena, mami no podrá volver a casa. Te amo, te amo muchísimo, lo sabes,
¿verdad?». El resto de la tarde se la pasó junto a su padre. Jugaron cartas, miraron fotos
viejas, él le cocinó su comida preferida, y ella se quedó dormida en su pecho al
anochecer.
La niña se despertó temprano al día siguiente, su padre aún no abría los ojos, y
ella se escabulló en silencio. El sol estaba alegre y se besaba de vez en cuando
con las nubes, el viento acariciaba la yerba gentilmente como si la peinara.
La pequeña se dirigió al taller de su padre y tomó la cuerda que tenía en mente
desde el día anterior. La acomodó con algo de esfuerzo en su carrito de los
tesoros y emprendió su camino al pozo.
Al llegar, el hombre le dio instrucciones específicas. Le indicó cómo enredar la
cuerda al tronco de un árbol y ella, para asombro y alivio del hombre, lo logró
sin mucho esfuerzo.
Después lanzó el resto de la cuerda al pozo, tal como él se lo pidió.
La niña pasó largo rato observando al hombre y sus intentos fallidos por
escalar. Estaba débil y lastimado, subía algunos centímetros para luego caer
abruptamente.
Se hacía tarde y la niña le explicó que debía irse. Él no puso objeción alguna,
pero le recordó nuevamente que no podía hablar con nadie del asunto. «En
cuanto salga de aquí, voy a buscarte, y te daré una nueva misión».
La niña dio media vuelta y empezó su marcha de regresó a casa. Estaba
satisfecha con las misiones que hasta ahora había cumplido sin problema, y se
preguntó cuál sería la próxima.
Uno de esos autos con luces rojas y azules estaba frente a su casa cuando ella
llegó. Había visto un par de esos en una ocasión que acompañó a su padre a la
ciudad, y recordó que hacían un ruido muy molesto.
Se deslizó sigilosamente para no ser vista, y se quedó detrás de la puerta para
escuchar. Su padre platicaba con dos hombres. Él lloraba, y ellos intentaban
consolarlo.
«Abuso» y «Asesinato» fueron términos que ella no comprendió, pero era una
niña astuta, e interpretó la conversación: un hombre le había hecho algo muy
malo a mamá y luego había escapado en la oscuridad.
«Lo seguimos buscando, uno de los granjeros alcanzó a verlo mientras huía:
cabello negro, piel clara y una estrella estampada en su playera gris. Parece que
no es de por aquí», dijo uno de los oficiales. La niña se imaginó al hombre corriendo de noche por el campo. Quizá la
oscuridad le había jugado una broma y había terminado cayendo dentro del
pozo.
Al anochecer, la niña comió su cena sin emitir palabra. Su padre la acurrucó en
la cama y le leyó un cuento para que se durmiera. La luna tocó el violín toda la
madrugada poniendo a bailar a las estrellas.
Al siguiente día, la niña regresó al pozo con su carrito de los tesoros.
Se asomó, y se dio cuenta de que al hombre le quedaban escasos metros por
trepar. Ella lo miró sin odio, sin rencor, sin ninguna de esas emociones que nos
convierten en monstruos, pero con un dejo de conciencia infantil que le dictaba
que debía hacer lo correcto. El hombre miró hacia arriba y chocó con los ojos
grises de la pequeña, unos ojos que parecían hablarle.
La niña buscó en su carrito de los tesoros, y rodeó la navaja de su padre con las
manos. Buscó el lado más delgado de la cuerda, y luego, mientras un grupo de
cuervos salía disparado desde un árbol, la cortó.
Esta vez, la caída fue fatal.

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