yerba del cerro

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En el punto más apacible del cerro, un auto estaba estacionado con dos mujeres
fumando dentro.
La mujer de cabello rubio habló primero:
Christian era encantador. Le gustaban las carreras, el vino blanco y mis
piernas. Decía que yo era auténtica, que no estaría conmigo si no lo fuera. Le
gustaba bañarse conmigo, ni siquiera me lo pedía, simplemente me sorprendía en
la ducha. Esos gestos espontáneos me encantaban de él. Me decía alguna frase
sacada de una revista y se sonrojaba cuando lo ponía en evidencia. A veces
llegaba con rastros de perfume de cereza, porque a una de sus tías le encantaba
abrazarlo. Al menos eso decía él. Me llamaba por teléfono en la madrugada,
pues siempre supo que me gustaba dormir tarde. Entonces me contaba lo que iba
a hacerme cuando me tuviera enfrente, y sabía sacarme una sonrisa traviesa con
alguna locura que se le ocurría. Tenía un don para entrar al corazón de las
mujeres, una vez me dijo que lo heredó de su abuelo. Cuando se sorprendía, sus
cejas se arqueaban como las alas de un cisne. Eso me fascinaba.
La mujer de cabello castaño habló después:
Definitivamente encantador. Me llevaba a mi restaurante favorito, y se ponía
nervioso si se topaba con alguien que lo conociera. Decía que mis ojos eran
ventanas a un universo distinto, ahora sé que lo sacó de una revista. Lo
enloquecían los vestidos de encaje y mi perfume de cereza. Besaba mis oídos
mientras me tocaba las piernas, así me convencía de ir a la cama. A veces,
después de hacer el amor, yo despertaba de madrugada y lo sorprendía hablando
por teléfono. Era un hombre con mucho trabajo, así que nunca lo cuestioné. Sí,
Christian estaba lleno de secretos.
Ambas mujeres estallaron en risas, y terminaron su cigarro casi al mismo
tiempo. Después fueron a la parte trasera del auto y abrieron la cajuela. Ahí
estaba el cuerpo de Christian, muerto igual que la yerba del cerro.
Estaba envuelto en sábanas y sacarlo no les costó trabajo. Lo arrastraron hasta
la orilla de un barranco sin interrumpir en ningún momento la divertida
conversación.
Intercambiaron un par de anécdotas más, y luego arrojaron a Christian por el
monstruoso precipicio, donde las piedras lo recibieron con hostilidad.

Durante los próximos días, los cuervos no pasarían hambre.

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