El hombre le gritó furioso a Alicia:
—¡¡Quédate aquí!!
Ella no hizo intento alguno por obedecer. Entonces el hombre le apuntó con su
arma para hacer que retrocediera.
Luego subió por las escaleras del edificio con el corazón en llamas, dejando
atrás a Alicia, quien se quedó como una estatua hecha de impotencia. El hombre
corría despedazando el silencio con el frenético paso de sus pies. La noche
escupía sombras en cada rincón del edificio, y la desesperación usaba los ojos
del hombre como proyector. Él sabía que, si Alicia lo acompañaba, el mundo
habría terminado para todos. Sólo había una oportunidad, y la frente sudada del
hombre lo sabía.
Llegó a la azotea y la luna volteó a verlo de inmediato. Encontró a su esposa en
uno de los bordes, con el rostro maquillado de rabia, tristeza y destructiva
determinación. Sostenía del cuello a una pequeña niña asustada, una niña que
pronto sería lanzada diez metros abajo si aquel hombre fallaba. La ciudad guardó
silencio para que las estrellas pudieran escuchar lo que pasaba.
El hombre le apuntó a su esposa con el arma, deseando no tener que hacerlo,
pidiendo a gritos que fuese alguien más quien habitara su piel en ese momento.
Ella lo miró, y entonces se sintió expuesto, indefenso, vulnerable, como si en los
ojos de su esposa hubiese también un arma.
En la intimidad de sus miradas, se contaron todo. Ella quería reciprocidad,
quería darle significado a todas las noches en las que casi murió de llanto, a la
sensación de su pecho explotando cuando sepultó a Renata, a su Renata, a su
pequeña, inmortal e inolvidable Renata. Quería que Alicia también supiera lo
que era perder a una hija.
Era cierto, el pasado y el presente estaban entretejidos. Alicia, unos años más
joven y bañada de alcohol, había arrollado a Renata. Alicia, en su versión más
estúpida, le había arrancado un pedazo de vida a ese matrimonio.
Y el hombre, a pesar de estar igual de herido, sabía que asesinar a la hija de
Alicia no era la manera de resolver las cosas.
Intentó disuadir a su esposa con las escasas palabras que sus labios emblorosos lograron emitir. Pidió ayuda a la luna, pero ella le dio la espalda. El
amor, el único hilo delgado que aún los unía, estaba a punto de reventarse. Las
emociones volaron en el viento, mordiéndose unas a otras. Las lágrimas, en
aquel momento, pesaban más que las balas dentro del arma. Y justo ahí, cortando
todo lazo, destruyendo toda quietud, Alicia llegó a la azotea.
Y la rabia le ordenó a la herida y furiosa esposa que despedazara el mundo.
Los segundos avanzaron a una fracción de su velocidad real:
La esposa levantó a la niña como si fuese una bala de cañón a punto de ser
catapultada. Alicia gritó el nombre de su hija, reventando los cristales de todos
los autos en la ciudad. El hombre apretó el gatillo, implorando que su puntería
fallara. Sin embargo, la bala, con toda malicia, hizo hasta lo imposible por
impactarse contra su objetivo. Luchó contra el viento, contra la gravedad, contra
los sentimientos del hombre que disparaba. Y al final, salió victoriosa,
atravesando el cráneo de la mujer.
Alicia abrazó a su hija, sana y salva, con la fuerza de mil osos. Ambas lloraron
hasta inundar el drenaje. Intercambiaron besos y palabras amorosas mientras la
luna observaba conmovida.
El hombre permanecía estático. El cadáver de su esposa era una visión grotesca
que se obligaba a mirar. La luna en cuarto menguante parecía estar riéndose de
él. Sintió convertirse en papel, en escarcha, en un maldito desgraciado. El nudo
en su garganta era, en realidad, su corazón intentando salirle por su boca. Una
madre y una hija volvían a reunirse, pero aquel hombre era el único que lo había
perdido todo…
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Cuentos Para Mounstros
Short Storymi vida nunca hacido muy comun dentro de la vida social