Aguardiente

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Ella despertó y la madrugada aún estaba ahí. Le dolía moverse, su cuerpo se
había convertido en un mapa de moretones. El mundo se había reducido a la
mitad, pues su ojo derecho continuaba hinchado.
Él dormía. “Cállate viento, cállense pasos, no debemos despertarlo”. Ella se
levantó de la cama rogándole al silencio que no se fuera, el suelo de madera se
quejaba en voz baja por cada uno de sus pasos. La mujer exprimía su memoria al
máximo para recordar el lugar exacto de cada mueble, pues tropezar en la
oscuridad significaría arruinar la misión.
Bajó las escaleras con la cautela de un gato y sus huesos protestaron en cada
metro que avanzó. La puerta la miraba molesta, pero entre tantas sombras, la
mujer no lo notó. Quitó el seguro, abrió la puerta y el viento se le lanzó a la cara
como si quisiera robarle un beso. Pisó la tierra, y una sensación reconfortante la
abrazó al darse cuenta que sus pasos ya no provocaban ruido. Siguió la
extenuante travesía hasta llegar a una caja de cartón, en la cual su marido
guardaba botellas de vidrio. Tomó algunas, y entonces sacó la reserva de energía
que había guardado dentro de sí misma.
Estrelló las botellas contra las paredes de la casa. Los cristales gritaron al
quebrarse, provocando una tormenta de ruido, misma que fue escuchada por el
hombre que dormía dentro de la casa.
El sujeto despertó, y el escándalo lo hizo asomarse por la ventana. Entonces
pudo ver una silueta que avanzaba torpemente por el camino llano. Le tomó tres
segundos resolver el misterio: su esposa estaba huyendo.
Por inercia, el hombre se imaginó golpeando nuevamente a la mujer que
escapaba. Salió disparado tras su presa, bajó las escaleras acabando con todo
rastro de silencio. Abrió la puerta, y en cuanto salió al camino, las criaturas
nocturnas corrieron a sus madrigueras.
La mujer corría, pero sus piernas dolidas frenaban un poco su avance. Debía
seguir, debía pelear esta vez. Aún estaba oscuro, pero el sol no tardaría mucho en
aparecer.
No se sentía tentada a mirar atrás, porque sabía exactamente lo que había: su
marido con una mueca de odio. El campo atestiguó la violenta persecución. La mujer llevaba unos metros de
ventaja, los cuales iban reduciéndose a cada segundo. El cielo empezaba a
despuntar rayos de luz, las estrellas bostezaban, la luna se colocaba la pijama, y
la mujer corría luchando contra sus propias ganas de tirarse al suelo.
El hombre la vio cruzar difícilmente por una cerca, la cual, él atravesó de un
salto.
En cuanto cayó del otro lado, sus zapatos levantaron arena. Miró de un lado a
otro sólo para darse cuenta que la cerca formaba un círculo irregular. El cerro
escupía luz, pero el sol aún no hacía acto de presencia.
El hombre buscó desesperadamente, y encontró a su mujer en la otra esquina
del terreno, golpeando con un palo una pequeña puerta de madera. Se precipitó
hacía ella con una mirada de odio, pero antes de poder alcanzarla, la mujer abrió
la puerta que golpeaba.
Una bestia, furiosa por haber sido despertada, salió con los cuernos deseosos
de guerra. Aquel imponente toro estaba irritado por el escándalo, bufaba
enardecido como si pidiera una explicación. Estaba convertido en ochocientos
kilogramos de ira, y al dirigir los ojos al frente, encontró un objetivo móvil que
lo miraba con pánico en el rostro.
El toro no prestó atención a la mueca asustada del hombre, se limitó a dejar
que la rabia se disparara en forma de embestidas. El choque hizo que el sol
dudara si quería salir.
La muerte, recargada en la cerca de madera, tomaba aguardiente mientras
observaba la función.

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