cinco vidas

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El cuarto a oscuras, la ciudad gritando, la luz filtrándose por las persianas
invitándolo a salir a un mundo que ya había prescindido de él.
Agustín fumaba esperando que su vida caducara, apagó el cigarro en su
antebrazo y dibujó mentalmente los rostros de las dos hermosas criaturas a las
que una vez llamó familia. Su tristeza le servía de coraza para ocultar su coraje
contra la vida, contra su esposa e hija por morir prematuramente, por haberlo
dejado solo, por llevarse con ellas los colores que componían al mundo, una
rabia contra sí mismo por seguir todavía vivo.
Las noches de Agustín eran una mezcla imperfecta de cerveza, nicotina,
melancolía y acidez. Una de esas noches, alguien entró por la puerta, partiendo
el silencio a la mitad. Era una mujer hermosa, imponentemente hermosa, de
cabello rojo fuego, mirada pesada como la pena de Agustín, cintura de mármol y
un escote que tentaba a la luna. Agustín la reconoció de inmediato, lo dedujo
casi al momento: era la muerte.
Ella le arrebató el cigarro y se sentó lentamente sobre la cama. Habló con él
usando tono irónico.
Su voz era áspera, pero con un toque sensual: «Tú me deseas, me deseas como
pocos lo hacen, pero no tienes las agallas para matarte, quieres que alguien lo
haga por ti. Me he cansado de esperarte, me he cansado de venir a tu casa cada
vez que me llamas, sólo para que te arrepientas a último minuto. No estoy aquí
para consolarte, ni para sacarte de tus lloriqueos. He venido a hacer negocios».
Agustín escuchó atentamente la propuesta. La muerte le dio instrucciones,
herramientas que necesitaría y una dirección.
Al final, le dio un beso seco en la mejilla y luego se fue…
*
Elena movió los dedos de su mano izquierda, sólo para comprobar que seguía
viva. Trozos de su dignidad reposaban en el suelo, su cuerpo golpeado seguía en
la misma cama sucia, y los cuatro chicos seguían jugando cartas en el cuarto
contiguo. Ya no sabía si era de día o de noche. Seis, siete u ocho días en ese
lugar, ya había perdido la cuenta. Cada uno de los chicos se turnaba para hacer
con ella lo que se le viniera en gana. Más allá de satisfacer violentamente sus necesidades, también descargaban contra ella su odio de niños, sus frustraciones
de adolescente, su ansioso deseo por un poco de poder.
Elena soltó una lágrima por ella, por la familia que seguramente la buscaba,
por la vida que había anhelado y probablemente ya no tendría.
El rugido del tren se oyó por enésima vez cerca de la choza. Después de eso,
un sonido igual de monstruoso hizo temblar la tierra. Elena escuchó un disparo,
alguien abrió la puerta del cuarto contiguo. Se oyeron gritos de sorpresa, de
miedo, de dolor, se oyeron puños estampándose contra piel joven, se oyeron
mandíbulas azotadas, pies furiosos estrellando patadas.
Elena usó la poca energía que había guardado para arrastrarse y observar.
Entonces lo vio: era un hombre de ojos rojos, quizá por no dormir o por llorar
demasiado, un hombre con una mueca de furia que parecía más de sufrimiento.
Agustín hizo llover rabia en esa choza, se vengaba de la vida en cada golpe que
soltaba. Los chicos devolvieron el ataque de manera torpe e improvisada, pero
nada era suficiente para someter a un hombre que parecía estar hecho de roca.
Agustín bombeaba gasolina por sus venas, disparaba alaridos reclamando el
amor arrebatado, el hueco en su pecho, su vida deshecha. No era justicia, quizá
ni siquiera venganza, sólo era el dolor escapando por un túnel.
Cuando el huracán de ira terminó, cuatro cuerpos dejaron de moverse. Agustín
recuperó la cordura, y entonces se permitió volver a sentir dolor: dos cuchillos
habían perforado su cuerpo.
Se dejó caer, y una vez en el suelo, aquel hombre contempló el techo como si
contemplara las estrellas. Los focos de la choza parecían luciérnagas dándole la
bienvenida. Miró el rostro inmortal de su esposa, la mirada sanadora de su
pequeña hija, y después… después ya no vio nada. Su corazón se negó a seguir
latiendo.
Elena recuperaba las fuerzas poco a poco, pronto estaría lista para ponerse de
pie. La muerte se miraba en el espejo: cinco vidas en vez de una. Había hecho un
buen negocio.

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