para ahuyentar a los coyotes
El auto se detuvo en una carretera de Tijuana, donde el sol y la tierra se habían
comido la buena voluntad de los hombres. Mamá bajó con un cigarro moribundo
en los labios, y abrió la puerta para que la pequeña abandonara el vehículo.
«Enseguida vuelvo», fue una mentira de dos palabras que aterrizó
cómodamente en los oídos de la pequeña. Conforme se alejaba, el auto fue
reduciendo su tamaño ante las pupilas de la niña. Algo apretó su diminuto
corazón, provocando que en sus ojos lloviera. Sin embargo, la esperanza le
aconsejó creer y esperar el regreso de su madre.
El mundo se había reducido a una carretera desgastada, una vieja gasolinera y
un montón de chozas que parecían monstruos. La mirada de la niña chocaba
contra el cielo, como si intentara abrirlo para hallar el rostro de su madre. El sol
se moría despacio, llevándose su calor como un niño envidioso. La soledad
usaba de espejos los vidrios rotos en la tierra, los labios de la pequeña reprimían
gemidos tristes mientras su imaginación fabricaba mil y un posibilidades en las
cuales su madre volvería. El tiempo no fue tolerante y la noche llegó puntual.
La muerte arribó a las dos de la madrugada. Contempló a su víctima tapada
con una hoja de periódico incompleta, temblando, sufriendo, soñando que un
auto regresaba por ella. La muerte sintió esa molestia punzante a la que los
mortales llaman pena. No era su costumbre perdonar, pero le gustaba darse ese
lujo de vez en cuando.
Recostó a la niña en sus piernas y la abrigó con su vestido negro,
devolviéndole color a sus mejillas y estabilizando la temperatura de su cuerpo.
Entonó una extraña canción de cuna que relajó a la niña, y que al mismo tiempo,
hizo que los coyotes se alejaran despavoridos.
Casi amanecía cuando la muerte recordó sus compromisos. Entonces se le
ocurrió una idea.
Los párpados de la pequeña se separaron, y lo primero que vio fue a un perro
negro e imponente observándola de cerca.
Lo siguió, lo siguió como si necesitara hacerlo... En una choza a orillas de la carretera, un hombre rodeaba su cuello con una
soga. Había sepultado a su esposa unas semanas atrás. Ahora la vida le parecía
sólo niebla gris, una función trágica que terminaría al dejarse caer desde una
silla.
Sin embargo, no pudo, no debía, le faltó valor. Deseaba destruirse, pero no
soportaba la idea. Se tiró al suelo a llorar, renegando de su cobardía, repitiendo
el nombre de su esposa mientras escurría saliva ácida. La tristeza le besó la
espalda, y entonces alguien abrió la puerta…
Se miraron por varios minutos. La niña pérdida y el hombre triste, aquella que
necesitaba protección y aquel que necesitaba algo que proteger, una razón para
continuar. Dos corazones rotos estaban a punto de curarse, dos criaturas heridas
y atemorizadas encontraban refugio uno en el otro.
La muerte observó la escena un rato antes de consultar nuevamente su reloj. Ya
era tarde, y ya había perdonado dos vidas...
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Cuentos Para Mounstros
Short Storymi vida nunca hacido muy comun dentro de la vida social