De madrugada

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Ella abrió los ojos. Estaba oscuro, pero una delgada línea proyectaba luz,
dándole una buena noticia: la cajuela del auto estaba abierta.
El cuerpo le ardía al moverse, salir del auto pareció una misión titánica. Él
seguía dentro de la casa, quizá pensando en cómo deshacerse de un cadáver. Ella
seguía viva, él no lo sabía, y ésa era una ventaja que no se podía desperdiciar.
Ya la había agredido antes, pero esta vez había ido más lejos, esta vez había
intentado matarla. Lo que sería un apacible fin de semana a solas, se convirtió en
doce horas de patadas y puñetazos.
Sus padres abandonaron la casa para ir de viaje, y su novio llegó una hora
después, tal y como lo habían acordado. Ella lo invitó a pasar, destaparon unas
cervezas y entablaron una conversación que sólo interrumpían para besarse.
Cuando los cuerpos se estaban acercando, el mensaje de un amigo irrumpió en el
celular de la chica. A él no le gustó nada, y discutió con ella como si reclamara
una propiedad. Las palabras se estampaban en las paredes, los labios daban
argumentos sin sentido. Los gritos aumentaron su calibre con cada replica, hasta
que finalmente, la mente del chico se descarriló. Y después del primer golpe, se
desató una estampida.
Las siguientes doce horas fueron una lucha inconsciente por demostrarle que él
mandaba. El chico no lo sabía, pero una pequeña sección de su cabeza quería
fervientemente aclararle que ella le pertenecía, que la amaba tanto como para ser
su dueño. Cada golpe escondía un «te amo» dicho de la manera equivocada, en
un extraño lenguaje que la chica no podía entender. Las horas avanzaban en una
carrera contra la madrugada. El chico se detenía por momentos, y hablaba
desesperadamente con ella, intentando expresar algo inexpresable. Se
tranquilizaba, perdía el control, sufría, disfrutaba, la luna lo contradecía y una
palabra imprudente de su novia lo hacía volver a golpearla.
En cierto punto de la odisea, ella dejó de moverse. Y él, después de revisarla y
dejar que el pánico se lo comiera, terminó dándola por muerta.
*
Al salir de la cajuela del auto, la chica se dirigió al cuarto de sus padres. Ahí
había un cajón con algo que necesitaba urgentemente. En la cocina, él caminaba alterado. Se movía de un lado a otro como si en
alguno de los estantes fuera a encontrar la solución a su problema. ¿Qué haría
con una novia muerta?
Puta. Ella tenía la culpa, siempre lo desobedecía, sabía perfectamente que
estaba prohibido hablar con otros chicos. ¿Y ahora qué? Podía llamarle a alguna
de sus amigas, ellas podrían ayudarle. Tenía que considerar sus posibilidades,
limpiar cada huella, cubrir con tierra hasta el último centímetro de cadáver.
Esos pensamientos se le amontonaban cuando un ruido a sus espaldas lo puso
en guardia, obligándolo a voltear.
Ella y el revólver lo miraban fijamente. La madrugada seguía pintando el cielo,
la cocina estuvo a punto de volcarse. Él se pasmó, la mueca en su rostro le restó
parte de su encanto. Intentó disuadirla con palabras que se enredaban unas con
otras hasta perder el sentido. Desesperado, jugó su última carta. En un
movimiento abrupto se estiró por un cuchillo, pero dos disparos, torpes aunque
certeros, le alcanzaron el pecho. Contempló su sangre componer un charco. ¿Era
de color distinto? ¿Por qué le causaba tanto horror? ¿Había diferencia entre su
propia sangre y la de su novia? Su primer reflejo fue cerrar los ojos.
Ella soltó el arma y se dejó caer como una estrella que se desploma después de
haber emitido su luz más intensa. Se arrastró por el suelo, estiró la mano, y
alcanzó un teléfono…

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