Epílogo - Castillos en el aire

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Epílogo – Castillos en el aire

En la enorme sala de trono descansaban dos lujosos asientos. Uno de ellos lucía vacío sin estarlo realmente, el otro estaba ocupado por una jovencita.

¿Eres feliz, Sara?

Lo soy. ¿Cómo podía no serlo cuando todos los obstáculos habían desaparecido de su camino? Karen aún actúa un poco raro, pero creo que eventualmente entrará en razón y volverá a ser como antes.

A Sara no le había agradado del todo lo impactada que se había mostrado su hermana mayor cuando por fin se habían librado de aquel Demonio. Confiaba, no obstante, en que sería una fase que no le costaría superar, Karen era una experta en olvidar el pasado. La nueva reina incluso le había cumplido un capricho con el cual no estaba de acuerdo: al momento de formar el Pacto nuevo, Karen le rogó que le permitiera continuar siendo mortal.

—La inmortalidad ha sido una maldición para mí y ahora que el Pacto con el Rey se ha roto, soy libre —le había dicho con un tono de súplica que Sara no le había oído usar nunca antes—. Viviré eternamente si eso quieres, pero al menos permíteme ser herida, enfermar aunque sea de un resfriado. Deja que conserve un poco de humanidad.

La hermana menor consideró con desconfianza el pedido. Ya no sabía qué podía esperar de esa Karen que se comportaba como una mujer que no conocía, sin embargo, continuaba amándola y no podía dejar de sentirse conmovida por la tristeza que había en su voz.

—Está bien —había accedido finalmente—. Pero solo lo haré porque confío en que puedo protegerte de lo que sea.

Al principio, Sara se había sentido extremadamente ansiosa de comprobar que su hermana estuviera bien. Ahora que habían pasado meses y Karen no se había hecho ni un solo rasguño, comenzaba a sentir que podía respirar tranquila.

Me alegra que seas feliz. Catos comenzó a producir aquel ronroneo que hacía cuando estaba contento por algo y que a la chica le hacía sentir que todo estaba bien.

No hay nada de qué preocuparse, pensó mientras echaba un vistazo a través de la ventana.

El césped lucía de un verde casi brillante, los pájaros revoloteaban y de vez en cuando descansaban sobre el suelo. Su hermana caminaba apaciblemente entre un montón de arbustos y árboles en flor, dejando a su paso un rastro en la tierra húmeda.

Absolutamente nada.

Sin embargo, su vista no se apartó de la silueta de su hermana ni siquiera durante un segundo.



El viento soplaba en lo alto, agitando el largo vestido de Karen y sus cortos cabellos.

La mujer había perdido hacía mucho la noción del tiempo, pero sabía que habían pasado unas estaciones desde que habían vencido al Rey y su hermana se había convertido en la nueva soberana.

Había recordado las palabras de Minos, por lo que pidió a Sara que construyera un hermoso castillo y ella así lo hizo. Luego le pidió que lo elevara y a esto también le obedeció, llevando el castillo a los cielos junto a una parte del terreno sobre el que éste estaba construido.

Allí estaba ella, al borde de ese jardín flotante que rodeaba su nuevo hogar. Miró hacia abajo encontrando solo nubes y kilómetros de cielo, el suelo era apenas una mancha difusa. Un paso en falso y cualquiera moriría antes de siquiera tocar el suelo. Aun si sobrevivía a la caída, en cuando tocara tierra estaría...

Muerto.

El paso de los días no había borrado los recuerdos de aquellas noches que había pasado junto al ladrón de apariencias, ese alma inmortal en pena, aquel hombre de las cien vidas. Despertaba a la madrugada extrañando el tacto de aquellas manos frías, el paradójico aroma a Humano que despedía, el sonido de su voz arrogante y sus palabras idiotas.

A veces pensaba que ella había también sido poseída por un Demonio, aunque de un modo completamente distinto a su hermana. Porque si Minos la había poseído a ella, entonces Karen también lo había poseído a él. Habían compartido sus cuerpos y sus almas, y ella se preguntó si aquel sentimiento tenía un nombre. Si lo tenía, ¿cuál era el nombre del otro sentimiento, ese que quedaba una vez que la otra persona ya no estaba allí?

Miró hacia abajo nuevamente, hacia los kilómetros y kilómetros que la separaban del suelo.

Oyó el sonido de pasos acercándose a sus espaldas.

Volteó a mirar.

No se asombró ni siquiera un poco.

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