9. La misión

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Eitan no había ideado un plan a seguir, no tuvo tiempo para hacerlo y, de tenerlo, tampoco lo respetaría; se dejaría llevar por el viento. Pero, maldita sea, ¡¿qué clase de viento lo sopló hacia allí?! ¡¿Un tornado?!

Podía jurar que había logrado llegar a casa antes de caer inconsciente, pero no había señales de ella ni de su barrio. Un intenso remolino arrastra-hogares pareció la única explicación razonable.

Vislumbró el horizonte donde concluía este desierto carente de movimiento, ruido, agua, u otro recurso de supervivencia. Extendió su antebrazo. No había cicatriz alguna que registrara el hoyo de sangre perforado en su muñeca. Tocó la zona curada y se sorprendió al descubrir que no le avivaba ni el más mínimo dolor. Oprimió para confirmarlo. Nada.

Comenzó a marchar a pasos agigantados por el desierto. Cada tanto, echaba una patada y elevaba una ola de arena, mientras regañaba y gruñía, hasta que vio césped aparecer por debajo de la arena. Levantó la cabeza y descubrió que, metros más adelante, esta llanura verde concluía en una urbanización.

De pronto, escuchó a alguien gritar por su nombre. Eitan se puso de puntas de pie para averiguar de dónde provino el llamado y encontró a Alanis. Agilizó el paso para acercarse y exclamó con desesperación:

─¡¿Dónde estamos?! ¡¿Y qué hacen ustedes aquí?!

─¿Realmente te importa? ─se molestó Dyn. No era el momento indicado para echar leña al fuego, sabía, pero sintió la fogosa necesidad de hacerlo. Era muy pronto para perdonarlo.

El recién llegado se lanzó a responderle, pero se detuvo ante la presencia de su ideal. Retrocedió, dio un paso para adelante, pero luego se volvió hacia atrás. Su rostro desfigurado de incertidumbre puso en tela de juicio la sensibilidad que sus compañeros creían inexistente.

Volteó a Dyn, que lo seguía mirando con el ceño fruncido, y también se dirigió a mí. Regresó la cabeza al frente, hacia su ideal. Admiró la tez impecable de cualquier grano o punto negro, y el cabello brillante como plástico. No distinguió la expresión perdida y apagada. Lo que veía, le parecía fascinante.

Su mano se fue aproximando al ente gris, pero fue arrebatada de golpe. Eitan, descolocado, clavó una mirada lanzallamas en el responsable de tal desafortunado acto, Dyn.

─No puedes tocar a tu ideal ─le advirtió mi terrestre y me miró para que lo respaldara.

─Es cierto, las consecuencias podrían ser fatales ─confirmé.

─¿Qué sucede aquí? ─Eitan lanzó la pregunta que estábamos esperando.

─Te lo explicaremos si estás dispuesto a escucharnos ─le respondió la ideal Keisi.

Eitan tardó en reconocerla, pero cuando lo hizo, se encogió como un armadillo asustadizo. La última vez que la vio, la velada no terminó de maravilla.

─¿Qué haces aquí? ─le preguntó, mientras se acomodaba el cabello con incomodidad.

─Despreocúpate, no soy quien tú crees.

Repasamos el motivo de la llegada del trío. Eitan batió un récord a reacción más rápida en comparación a sus compañeros, que seguían susceptibles ante la novedad. Su problema era diferente: no le encontraba sentido a la recompensa de la misión. Se vio a sí mismo rodeado de casas que compartían una simple arquitectura con dos sofocantes metros de distancia y se preguntó: ¿para qué querría quedarse en Idealidad si tenía mucho más en Tierra?

─¡Las casas aquí son iguales! ─se horrorizó.

─Todos los ideales tienen las mismas oportunidades ─expliqué─. Ninguno posee menos que el otro. Valoramos la equidad y la igualdad de derechos y condiciones.

Idealidad: El retorno al origenDonde viven las historias. Descúbrelo ahora